Publicado 16/01/12 Homenaje postumo a D Manuel Fraga Iribarne como Pregonero de nuestra Semana Santa Primera publicación en esta web 04/08/11 Colección de Pregones.Semana Santa 1977 Palabras de D. Manuel Fraga Iribarne Pregón de la Semana Santa de Vivero 4 de abril de 1977 Es para mi un gran honor el que me hayáis hecho pregonero de vuestra Semana Santa; porque soy un viejo entusiasta de la Semana Santa Española, en general, como testimonio terminante de que seguimos siendo cristianos, como sociedad; y porque soy paisano vuestro, de las vecinas tierras llanas de Villalba, y me encanta estar entre vosotros. Recuerdo los versos de Noriega Varela: “San Marta, Vila farta, Vila de Viveiro alegre” (Popular) Xentes d’anclar a alborada sobre a tua Ponte sonada (humildosiña, contrita) pasa a xente, arrodillada, d’o ECCE HOMO cara a ermita. “Vila alegre”, Vila pia, rindesll” a Dios preitesía en S. Francisco (un portento) y’estache Santa María brincando no pensamento. Pra que pr’os bailes t’atuses, pra que, manífica, os uses, y‘as festas non teñan fin, espléndidos autobuses che pon á porta Chavín. Incustante, toda amores, reparte-los teus fervores entr’o incensario e o pandeiro, vas pra monxa en Valdeflores y-es bacante no NASEIRO. Mal haxa quen mal opine, quen, Vila, te recrimine, porque, fastuosiña, ufana, vas ó teatro, y-o cine, y- a donde che da a real gana. Deute El Señor de tal modo qu’en frente d’un pordioseiro xamáis dixeche: non podo... tú tes diñeiro pra todo y-ainda che sobra diñeiro. Pois xubilosa te mudas pra donde un festín te invoque aténtante, pra que acudas, de Pedeboy, o S. Roque, de Celeiro... as cabezudas. E si con ninphas t’emboscas pra tirar lucro das feiras non das tournada las moscas. Máis dulces que as tuas roscas, “Vila alegre”, as rosquilleiras. Xunt’ós que choran te prantas, entr’as olas t’axigantas si te belliscan, rabuñas, e anxel de luz cando cantas érel’o demo si alcuñas... Y-ainda qu’é rudo o cantor entr’as tuas rosas pra fror d’os toxales, que ch’eu rindo, un cantiño, “verxel” lindo, de Nicomedes Pastor. Cuando salimos de nuestra Terra Chá, buscamos el mar naturalmente de Vivero, de Cillero, de Barquero, de Cabo Moras. Lo conozco bien, no sólo desde las incomparables playas de Cobas y de Area; sino desde el mismo océano, al que he salido muchas veces con los boniteros, con las vacas de arrastre, con los balleneros. He vivido sus furores tremendos; he pasado noches difíciles; he tenido que entrar de arribada en el Barquero, porque no se podía entrar en nuestra ría; recuerdo una llegada nocturna a Cillero, en un ballenero, con pocas luces y mucha niebla. Pocos conocen, como el marinero y el pescador, las iras tremendas de la naturaleza, que hacen recordar a Dios y a la Virgen del Carmen. Hoy entramos en uno de esos momentos de gran recordación religiosa: la Semana Santa. Cada época la vive según su propio espíritu; el nuestro no es, ciertamente, el de los tiempos medievales, o el de nuestro gran período barroco de la contrarreforma. Y, sin embargo, nunca necesitó tanto el hombre secularizado, una ventana abierta al Espíritu y a la Redención. Por eso creo que es bueno conservar nuestra Semana Santa, a la española, en vivo testimonio espiritual por nuestras calles y plazas, y pienso que hasta en sus posibles excesos nuestra Semana Santa es positiva, y merece respeto y potenciación. LA SEMANA SANTA ESPAÑOLA Con la llena de marzo, la luna de Parasceve en el atril de la noche -como un inmenso calderón, proclamando, desorbitado, sus cuatro tiempos de asombro-, se inicia la santa evocación. Y misteriosas, puntuales, inscriben las procesiones hilvanes de luz en la sombra. Una mano invisible recama el terciopelo denso que arrebuja el haz de la espaciosa España. Se diría, también los dorados senderillos del fuego al irse en los papeles quemados. Desde arriba, muy arriba, a distancias astrales, España debe parecer, en estas noches de los días de la Pasión, un ostentoso “paso” procesional, bellamente trémulo al cabrilleo de sus luces. Que España, geográficamente, es como un trono engarzado en los mares, como unas andas procesionales que llevan a hombros las olas; las olas inquietas, con una secreta vocación de encapirotados. España vive como ninguna otra tierra del mundo los días de Pasión. Casi se diría que son estos días más suyos que los otros, más esencialmente españoles. El drama de la Redención constituye un singular patrimonio, tan nuestro que cada cual, en el concierto de los pueblos que integran la hermosa unidad de España, lo interpreta a su modo, lo reza de manera peculira. Cruza la Magdalena en esta y aquella plaza andaluza ostentosamente vestida, alhajada con barroca profusión, entre las gentes que apenas entreabren surco para dejarle paso. Alguien le recuerda sus turbios ayeres, y ella responde a su modo con un respingo desgarrado, que las gentes comparan con otros gestos de anteriores conmemoraciones y almacenan en el recuerdo para su contrastación futura, ya historia trascendente del lugar. Ahuman en Extremadura la efigie del Cristo en hogueras que alimentan con verdes ramas de olivo como recurso piadoso para que los enemigos no lo reconozcan... Proclaman desde el coro de este otro lugarón la sentencia contra el Mesías, y protesta desde el presbiterio el sacerdote defendiéndole de la iniquidad, mientras en lo alto, en el púlpito, una voz célica, de niño, aclara el sentido de la sinrazón que llevará a la cumbre del Calvario “al mejor de los nacidos”. Persiguen sañudos al apóstol traidor por los montes en aquella tierra manchega, con técnica de expertos ojeadores, y defienden en otra aragonesa al discípulo predestinado para el hecho infamante, bronca raíz de la sublime redención. Y mientras Cataluña concurre al concilio anual de interpretaciones del drama divino con estudiadas y fieles representaciones que hacen de cada uno de los habitantes del lugar un figurante de la gran tragedia, Murcia juega a lo divino con la baraja de los personajes de la Biblia en cortejos que incorporan sus deslumbrantes estelas a la escueta verdad de la Pasión del Hijo de Dios. Y es toda andalucía, desgranando sus canciones al paso de la imágenes; y es Alcañiz, Híjar, Hellín o Tobarra, que levantan la esclusa de su tamborada, sus miles y miles de parches percutidos incansablemente suscitando un sordo fragor casi telúrico; y es Cuenca al desgarrar la madrugada del Viernes Santo con lívidos clarinazos que fingen la sacrílega befa de los impíos y obedecen al “Jesús de la Mañana”, paso a paso hacia la pelada cumbre del Gólgota; y es en las entrañas de Ávila, en Pascual Cobo, la devoción en los umbrales mismos de la música con la recitación del largo romance donde se describe el martirio de Cristo. Las voces no cantan, pero tampoco puede llamarse estrictamente recitado a este decir con hondas inflexiones, a este patético y sobrio relato, cuyas estrofas se encadenan de labio a labio.
¡Cuánto nos falta por espigar en torno de nuestras piadosas conmemoraciones!. Apenas sabemos nada, aún con ser tan copiosa la lista de lo recogido. Habría que acrecerla mediante una elemental y sistemática tarea que nos enriquecerá con singularidades insólitas, siempre colmadas de sentido. Porque el simpático anacronismo a la sabrosa receta de cocina, de la rígida costumbre al aparente desenfreno, nada, absolutamente nada en nuestra fervorosa tierra está vacío, ni menos aún obedece a banales razones. En la entraña de lo que nos conmueve o nos asombra, palpita la profunda verdad, alienta, a su modo, la plegaria sincera del pueblo fiel. Ahí están, veladas por extrañas peculiaridades, las hondas respuestas a los momentos todos de la Pasión. Y ahí están, acaso a la espera de nuestro estudio, de nuestro noble afán de saber más y mejor, aclaraciones o penetraciones decisivas en los Santos Misterios. Con ser tanto, no son tan sólo nuestras procesiones toda la Semana Santa Española. A un lado y otro de la ribera que encauza el caudal penitencial, resuelto en “pasos” y luces, despliegan sus ansias de decir la Verdad que nos sustenta, mil maneras distintas de expresarse, mil modos diferentes de proclamar el noble orgullo de la común creencia. Creedme: al libro prodigioso de la Semana Santa Española -como ya empezamos a demostrar con otro mundo igualmente admirable: el de las Navidades- faltan muchas, muchísimas páginas que contar.
Habéis oído hablar de Málaga y Sevilla; Valladolid y Zamora; Murcia y Cartagena; Granada y Córdoba; León y Cuenca... Habreis visto en la televisión Arcos de la Frontera y Crevillente; Ubeda y Calzada de Calatrava; Hellín y Gandía; Medina de Rioseco y Alcañiz... Sabeis que hay unos días al año en los que baja a las calles andaluzas todo el oro que en los cielos clausura la blancura de la luna de Nisan. Yo sé que el leño se hizo carne, y aún carne divina, allá por las altas mesetas; y arde el fuego, sin consumirse, en esos rostros, en esas manos, en esas actitudes. Sabéis también de otros caudales hondos, de otras augas soterradas bajo trajes sombríos, tronos sin brillo y recorridos silenciosos en las regiones entoldadas, con la lluvia ceñida al cortejo como una inmensa lágrima fiel. Sabéis de esos desfiles humildísimos, de recios paños y pliegues de rígidas capas, de mantos sobríos y basquiñas, de Dolorosas con cuchillos y rígidos miriñaques de ajados terciopelos como los pintó Solana. Y también habéis oído hablar que un rayo de sol pide perdón en Sevilla a la frente de un Cristo por entreabrir el día de su martirio; que hay un instante en Cordoba en el que se espera eche a andar el paso de piedra y hierro -Cristo de los Faroles- anclado en medio de la plaza; que en las cuestas del Sacromonte las llamas se adelgazan y alargan obedeciendo a vientos que nadie siente y sigue, penitentes de oro vivo. La ascensión de los “pasos”; que las gentes oyen en Valladolid el crepitar -o el angustioso jadeo- de sus Cristos, mientras las cruces tiemblan sacudidas por las mortales ansias; que el sol en la tarde del Viernes Santo espera inmóvil en Zamora el paso del Cristo de las Injurias, y hasta el Duero discurre más lento que los chopos de Cuenca se echan a andar, cerro arriba, abandonando las orillas del Júcar para acompañar, penitentes, al Señor; que en Orihuela hay un “paso” que no puede entrar en la iglesia y ronda y ronda incansable en torno del templo para unirse después tímidamente a la comitiva... Y es que la muerte y el demonio están representados en hueso mondo y pecadora traza; al pié del conjunto, ciñendo la esfera del mundo, pedestal de la Cruz, en torno del que giran ángeles con los atributos de la Pasión. Que no nos hablen de pintoresquismos ni sumisión a extrañas razones fermentadas en las cáveas del subconsciente. Que nos dejen en paz de atavismos, fantasmagóricas explicaciones a eternos porqués o simples supersticiones. Dije antes, y repito ahora, que no hay en todo este múltiple proceder ni una sola superficialidad. Son varientes lógicas en la multiplicidad de temperamentos que integra la prieta gavilla de pueblos que es España. Y si cribamos todas estas manifestaciones a la búsqueda de la última y decisiva razón, hallaremos al fondo, dando gravidez al profundo repertorio de fervores, la explicación hermosísima y simple en todo ello. Con nuestras procesiones, con nuestras singularidades, con todo el extenso conjunto de prácticas piadosas, enraizadas en las fechas más santas del año, el español afirma su fe en la divinidad encarnada, en la realidad humana del Verbo, en el sublime martirio del Cristo, venido a la Tierra para nuestra salvación. Más aún: nuestra fé y nuestro júbilo ante la evidencia de la inmortalidad propia, pues él muere y resucita para hacernos eternos. Y no es eso sólo: el español, al exteriorizar su creencia haciéndola tan ostentosa, busca las adscripciones públicas de todos; pretende algo tan bello y noble como la plena concurrencia del pueblo fiel que trascienda de la íntima unanimidad de las conciencias. Sale gallardamente al paso de aquellos que nos quisieran oscuros, recogidos en últimos rincones, casi vergonzantes de nuestra firmeza, de nuestra convicción de luz, de nuestro asidero inmortal. Como si los soles y las lunas, los vientos, las aguas y las tierras, toda la hermosura del mundo que Dios nos dió para nuestro goce, estuviera proscrito a las limpias exaltaciones, al orgullo de sabernos hijos suyos rescatados al más alto precio, a la rotunda expresión de sentirnos poseedores del patrimonio más valioso.
Somos cristianos, decimos sencilla y rotundamente al echar nuestros “pasos” a la calle, al ceñirnos el hábito penitencial. Somos cristianos; pero entiéndase bien, cristianos españoles, católicos de España, lo que no merma un ápice nuestra ecumenicidad. Tenemos una propia manera de entender y celebrar el beneficio de las verdades recibidas y no hay en una sóla de las infinitas maneras de conmemorar el sacrificio del Señor nada que roce ni desvirtúe la fidelidad al divino legado que a todos se nos hizo. Ponemos a los pies del Crucificado en todos los instantes de su Pasión redentora aquello que entendemos más digno de ofrenda, más nuestro por pertenecer al venero más hondo y cierto en nuestra pobre humildad rendida ante El. España, en estos días santos, espuma sus costumbres, alquitara sus sentimientos, extrema sus actitudes. No importa que el levantino, el murciano o el andaluz entiendan este tributo como un holocausto de colores y luces, aromas y cantos. No importa que el castellano o el gallego, el catalán o el vasco, el extremeño o el navarro -Navarra: esa Esparta de Cristo, dijo Eugenio Montes- adscriban a su homenaje piadoso silencios y sobriedades. A todos nos mueve un mismo deseo. Sobre la ceniza que empavona las brasas de nuestra fé, sopla, al llegar los días de la Pasión, el viento poderoso que las reaviva, el recuerdo de la entrega sin medida que El nos hizo ofreciéndose al Padre como Hijo del Hombre.
Nos sentimos orgullosos, como españoles, de la ofrenda que rendimos al Señor cuando evocamos su Pasión: de la ofrenda popular y la ofrenda oculta. El uno y el otro saber: el que recibe la semilla como la recibe el yermo con sólo su avidez, sin laboreo, y el que hiende una y cien veces su tierra en expectación constante y cuida y protege la planta nacida hasta la soñada plenitud. Hasta ahora, en lo dicho nos ha movido el entusiasmo de la aportación prodigiosa que se diría floración de la Gracia. Pero España, es ante todo, un prodigioso bancal de realizaciones, de exigentes realizaciones artísticas ceñidas a los sublimes episodios de la Pasión.
Tan es así que yo echaría a la calle para pasmo de las gentes -las nuestras y las que nos visiten-, no sólo las creaciones en bulto -Juní y Gregorio Hernández, Salzillo y Montañés...-, sino los prodigios logrados en la tabla o el lienzo. Yo pido la luz del día, la luz sin domesticar, para nuestros Cristos y nuestras Vírgenes. ¿Pensáis lo que sería en la carroza que merecen el Cristo de Velázquez y la Crucifixión del Greco; la Santísima Trinidad de Ribera y el Cristo Muerto de Alonso Cano, o el Cristo del Calvario de Valdés Leal?. Y con ellos, en alarde que bien nos lo podemos permitir, las posibilidades que nos brinda la técnica: nuestros oratorios en grabaciones excepcionales, llenando los ámbitos con su celeste clamoreo, conmoviendo inmensamente las tardes plenas de luz, las noches doloridas o arrebujadas en la sombra... Y su cortejo sublime -¿quién lo merece más?-, tantas y tantas joyas hoy embalsamadas en nuestros Museos y a los que estoy seguro remozaría la vida plena de estas jornadas unánimes: armaduras, carrozas, uniformes, tapices, reposteros. Todo nuestro tesoro de recuerdos, todo nuestro tesoro de símbolos, todo lo que fuimos, como expresión resucitada de la voluntad de lo que seremos, lo echaríamos a las calles, a la luz, a la vida, colmando la hermosura de los días santos, que relumbran más que el Sol, en esta prodigiosa y católica España a la que nunca serviremos bastante, en la que nunca alcanzaremos el galardón soñado de merecerla del todo. Acaso fuí demasiado lejos. Perdonadme. Y seguidme perdonando, porque yo quisiera todavía más, aun cuando no se como hacer llegar al cañamazo de la noche o el día bordados por las filas procesionales otra de nuestras galas: el idioma cincelado expresamente al servicio de la Pasión de Cristo. ¿Cómo proceder para lograr el común paladeo y la lección de todos con los versos inefables, las estrofas rotundas, los párrafos concluyentes?. ¿Cómo deshojar al paso de las imágenes las palabras mejores pos sí mismas, sin otra ayuda que el ritmo o a rima cuando engarzadas hayan nacido?. ¿Y cómo hacerlo subrayando la precisión del adjetivo, el acierto en la elección del término concluyente?. Sí; que una y cien veces, como susurra el viento o murmura el agua, lleguen a los oídos los conceptos sublimes, las expresiones cabales. Aquel “se está deshaciendo el suelo” de Lope de Vega, para quien la naturaleza en el terrible trance no puede permanecer ajena a lo que sucede. Por ello, “el cielo queda temblando” cuando restalla la bofetada del criado de Caifás; y el terrible final de la hora de tercia que presencia la muerte del Redentor en la Cruz, “las piedras parte por medio”.
Al despegarle las ropas las heridas reverdecen; pedazos de carne y sangre salieron de entre los pliegues. Dice al relatar la crueldad de los sayones. Y al clavarle en el madero, “nervios y ternillas suenan”. En el tránsito al Calvario, cegados los ojos por el polvo. Jesús cae al suelo. Describe el poeta: “La boca llena de sangre se estampó en el pedernal”. Pesaba la Cruz “como una viga de lagar”, dice el Beato Juan de Avila, y Josef de Valdivieso escribe, relatando el suplicio del Señor: “Rosa a quien el escuadrón de abejas furioso embiste por sacarle la virtud, de sus hojas carmesíes... Almagraron el vellon que venció en pureza al cisne... Cuando el inocente Isaac, la color medio difunta, añadiendo leña al fuego es justo que al monte suba; cuando el preñado racimo de blancas y rojas uvas la viga le exprime el mosto de soberana dulzura”. La nueva poesía llega a increpar a la tierra que acogió al árbol del que la Cruz se hiciera: “Tierra del árbol de la cruz, sombrío regazo que le diste el acre jugo de tus entrañas, dime, ¿conocías -oh, madre tierra, ciega sabedora- la tremenda razón de su destino?” ¿Cómo -se pregunta- este leño predestinado a tan terrible fin puede ser acogido por la Naturaleza?. “Qué tierras acogieron tus raíces? ¿Qué agua llegó hasta ti, qué aire, qué viento, ciñó tu tronco y suscitó tus hojas?. ¿Tuviste flores?. ¿Delicado el nido recataste en tu fronda?. ¿Trascendía de tu cuerpo al llegar la primavera dorada savia en amoroso llanto?”. Es la Cruz, de todos los atributos de la Pasión, aquel que promueve los más sutiles conceptos. Fray Alonso de Ledesma le dice: “En una cama de campo estaba Cristo a la muerte... Una cama tan angosta que revolverse no puede, pues para caber en ella un pie sobre el otro tiene”. Pero el poeta, que ha visto el divino leño “florecido de Cristo desgarrado”, sabe encontrar también las razones de esta aparente sumisión de la Cruz a la crueldad del hombre: “No supe ver -oh Cruz- tu desventura, tu compañía fiel, el rudo abrazo, a Cristo...! Tú, a Jesús crucificada, muerta con en El de pié!. No supe verte, mástil del mundo en el supremo instante con el cuerpo de Cristo a toda vela”. La soberana transmutación que hace del escenario del drama y los instrumentos del suplicio razones de amor en virtud del divino designio, halla en los versos de Fray Ambrosio de Montesino, en su Tractado de las vías y penas que Cristo llevó a la cumbre del Gólgota, su cabal expresión: “Golgotana, golgotana, cuesta del Monte Calvario, en ti Dios, la vida humana con caridad soberana redimió del adversario... Otros montes dan laureles, otros plátanos y acebos, otros llevan pimenteles, otros dan cedros donceles, otros canelares nuevos. Más ventaja conocida llevas tú, Calvario, y tanta que en tí sólo nos dió vida la pomposa Cruz Florida sacrosancta...”. “Stabat juxta crucem mater Dei”, dice San Juan. Si, junto a la Cruz, María, su madre, sola... ¡Terrible soledad de la Virgen, fijos los ojos en el desnudo madero!.- De entre todos los que han relatado en verso o prosa el momento, escogemos a Valdivielso: “Sola, con solo la Cruz, Los tiernos ojos en ella, y en tus virginales manos clavos y espinas sangrientas. Quiero abrazarte, cruz mía. Pero ¿qué sangre es aquesta? que pues que sin fuego hierve, sin duda en mi sangre mesma. ¡Ay, sangre de mis entrañas vertida por tantas puertas, pues de mis venas saliste volves a entrar en mis venas...! Crucifícame de pechos y no de espaldas, Cruz bella, que pues las de Dios guardaste no es justo que te las vuelva”.
Místicos y teólogos, oradores y moralistas, acuden a nuestra memoria con la cosecha ubérrima de sus frases y conceptos. Es como una deslumbrante mazorca de luces que fingen soles en altísimas vidrieras de la Ciudad de Dios, reflejando la grandeza del Astro Rey en el instante de su apoteosis, cuando se dispone a cancelar su fulgor adentrándose voluntario en la alcancía del Poniente en la apretada cerrazón de sobras -su sepulcro- del horizonte. O también, si se quiere, un inmenso clamoreo de voces, altísimas unas, en el registro inverosímil de los coros angélicos, con la vibración honda otras de las tierras sacudidas por el terremoto, de las olas y los vientos espoleados por el huracán. Nos sorprenden, nos maravillan, nos arrebatan. Pero de cualquier modo, hemos preferido, por creerlo más adecuado a nuestro propósito, espigar acá y allá en el ondulante campo de mieses de la poesía. Queremos que a la luz salgan en estos días santos en imágenes, en ornamentos, en hábitos, en símbolos, en recordaciones, los tesoros que poseemos y que están ahí a la espera de una función más importante que la de rellenar las páginas de los catálogos o las salas y vitrinas de los museos. Yo quisiera poner en pie todo lo que en el país no está definitivamente muerto y creedme si digo que vive todo aquello que suscita un recuerdo o promueve una sensación. No somos, por fortuna, un solar extenso abonado de huesos gloriosos de toda índole, sino un extenso vivero de realidades colmadas de sentido, que gritan y gritarán aún más su verdad si no las amordazamos. Quiero que las aldabadas de las fechas, tanto más fechas como éstas que hoy evocamos, sirvan de ocasión para demostrarnos a nosotros mismos, aún más que al mundo, que tenemos una inmensa riqueza totalmente nuestra sobre la que hemos ido echando paletadas y paletadas de ceniza. Que el muro o el lienzo, la estatua, la joya o el paraje, resuciten el nombre, el episodio, la posibilidad. No quiero la bella caracola del vacío, con su lírico, inexistente mar, sino el concierto de voces que aún están ahí en tanto pervivan las estelas que para recordarlas se alzaron. A nada temo más que al silencio de la pura belleza, al no saber en esta España nuestra que tanto sabe, que están diciendo a hermosura alzada tantas y tantas cosas.
Digo todo esto en nombre de una autenticidad cristiana, de una fidelidad católica, de una ansia religiosa sin concesiones a las que deseo ayudar frente a tantos que quieren desprestigiarla. Ni me arrastran esplendores, ni me engañan espectacularismos. Se muy bien lo que representa el actual ciclo litúrgico, felizmente renovado por Pío XII en 1951, al reintegrar las conmemoraciones a sus fechas con la consiguiente instrucción a los fieles para una mayor eficacia aleccionadora. Alguien comparó, felizmente, el ciclo litúrgico completo en el año solar. Como en él las fechas se repiten por exigencia vital, no por fidelidad a un orden impuesto. La Iglesia usa los días de su año litúrgico, porque en cada uno vuelve la vida del Señor, se repite el milagro de su retorno. Con la llegada de Cristo, el tiempo ordenó sus horas para siempre; se creó un ritmo eterno, sacramental. Los días, las horas, lo tiempos, se suceden para cumplir una tarea redentora, la que El vino a realizar. Cristo, permanentemente junto a nosotros, lo está aún más en los días santos de su Pasión, y pide nuestro dolor para unirlo al suyo. Pregunta por tu cruz y por tus llagas, por el calvario que juntos hemos de recorrer. Se hecha a la calle en esas imágenes para algo infinitamente más profundo que tu curiosidad. Te pide nazareno también, reo inocente, compañero en el trance de la imputación falsa, el castigo inmerecido, el encuentro doloroso y el abatimiento -tres veces- inevitable. Pide la soledad del Gólgota y las tres horas de la agonía. Y no seremos glorificados con Cristo sin que antes padezcamos con Él.
No cabe frivolidad cuando la sangre del Cristo está en la calle, cuando Él pasa dejando tras de sí, indeleblemente impresa, su estela redentora. Me diréis que hay cobardes que se lavan las manos, niegan tres veces o se esconden en los más oscuros rincones; me diréis que hay quienes piden esta sangre sobre las cabezas de sus hijos... ¡Pero nosotros no somos de esos! Vamos con El. ¡Con El y llevando nuestra cruz! Porque Cristo no es un Hombre-Dios que paga nuestras culpas sustituyéndonos, poniéndose en nuestro lugar. Si así fuera -razona el P. Cirarda-, tendrían razón los protestantes, que no creen en el principio de la solidaridad, que no entienden ni pueden entender nuestras Semanas Santas, que les parecen, a lo más, espléndidas manifestaciones artísticas, idolátracas, farisaicamente exterioristas. No; Cristo es un Hombre-Dios, pero también Cabeza de la Humanidad entera. Su Pasión no es cosa solamente suya, sino nuestra, plenamente nuestra por nuestra incorporación sobrenatural a un misterio redentor. ¿Qué cosa más natural que nuestro empeño en sentir esa solidaridad, viendo el drama que El, nuestro divino portavoz, viviera un día en el Calvario? Y acaba A. José María Cirarda: Si la Cruz es, además, una paternal revelación del amor divino y de mil lecciones de vida cristiana, ¿qué puede ser más obvio que nuestro filial deseo de repasar la divina lección reconociendo, como los niños hacen con sus cuentos, las distintas escenas de la divina historia de la Pasión del Señor? Aquel sentido de solidaridad y este afán de meditación inspiraron un día a nuestros mayores la gloriosa tradición de nuestras Semanas Santas. Ya veo las imágenes en las calles. Si en las noches de la Semana Mayor el haz de España se dijera un gigante trono profesional recorrido por el cabrilleo de los mil hilvanes dorados de sus procesiones, de día es como un inmenso vivero florecido de Crucificados y Dolorosas. Un solemne ir y venir -sabiendo bien de dónde se viene y adonde se va-, entre el hormiguero del pueblo fiel. No hay lugar en España sin esta fervorosa pululación. La tuvo siempre, aún en los tiempos amargos. Unamuno veía cruzar la procesión en Medina de Rioseco un Viernes Santo del año 32. Pasaba la Dolorosa con su rígido miriñaque negro y el corazón transido de espadas. Y todavía entonces la llevaban a hombros los socialistas de la Casa del Pueblo. Barcelona, en la tarde de Jueves Santo del año 37, tuvo también su procesión, tan patética como la del Corpus, unas semanas después. Por las Ramblas, sin que nadie ajeno al piadoso secreto lo advirtiera, de acera a acera, personas en disimulado paralelismo. Los sicarios podían haberlos descubierto con sólo mirar el brillo esperanzado de sus ojos. En la calzada del centro, confundido con las gentes, un hombre que avanza lento, los ojos en el suelo y la mano derecha fuertemente apretada a la altura del corazón.
Nos recuerdan estos pasos aquellos valores de que precisamente carece nuestra sociedad, individualistas, escéptica, hedonista. Nos recuerdan el valor del sacrificio, de la expiación, frente a una sociedad que sólo aspira a gozar, a disfrutar. Nos explica el valor de la renuncia: frente al que vende, por 30 dineros, la verdad, está el Hijo de Dios que lleva al límite la generosidad, opuesta a la codicia. Vivimos en la sociedad adquisitiva:
“Mundo éste de toma y daca lonja de contratación do se da para tener”. Cristo nos demuestra lo contrario, la Vida verdadera, en que se da todo, teniéndolo todo ya. La Semana Santa nos recuerda que el Cristianismo no es mito, ni símbolo, ni filosofía, sino Historia: que estas cosas pasaron así y en ellas está la clave de toda la Historia. En estos pasos, en esas representaciones de Cervera o de Esparraguera, vemos la verdadera faz de la Humanidad. Vemos la pasión de poseer y mandar de los príncipes de los judíos, que, por no perder lo que tienen, arriesgan la vida de su pueblo en cuerpo y alma; vemos al escéptico Pilatos, que, como no sabe lo que es la verdad, consulta a la mayoría versátil para elegir entre Cristo y Barrabás. Vemos la debilidad de Pedro en sus negaciones, la piedad sencilla de la Verónica, la comprensión ingenua del Cirineo y del Buen Ladrón. Los niños aprenden en estas figuras, en imágenes que no se borrarán, como perviven en mí las de aquella pequeña, honesta, sencilla Semana Santa de mi pueblo natal. La gloria y la pompa del romano palidecen ante la triste humanidad del penitente, del nazareno; y frente al hombre sublevado se magnifica la figura doliente del Dios sometido. Sin el drama de la Pasión, ¿cómo explicaríamos a los niños el sentido del sufrimiento? ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué sufren los niños? ¿Por qué padecen los débiles? Si Dios no sufriera por el Hombre, no podríamos aceptarlo, como, en efecto, lo rechaza cualquier forma de humanismo ateo y existencialista. Pero el sufrimiento termina. El Domingo de Pascua el gran drama ha concluído. Drama divino, que no tragedia. La Semana Santa termina en la Pascua, esa gran explosión de alegría cristiana. ¡Cristo ha resucitado! La nuestra no es una religión pesimista, como algunos la quieren falsamente presentar. No hay santo triste, aunque haya noches oscuras del alma; y son fariseos, sepulcros blanqueados, los que nos quieren imponer una visión falsa del Cristianismo, prohibiendo a los demás la justa alegría de la vida, y limitar la verdadera libertad cristiana. Que miren por sí y recuerden que con nadie fue Cristo más duro que con los mercaderes del templo.
LA SEMANA SANTA GALLEGA La Semana Santa en Galicia es la de toda España, pero con matices propios. Ni el clima ni la dispersión de las parroquias permitieron nunca los grandes despliegues de Andalucía o de Murcia; hay un ambiente más recogido, más de interiores íntimos, profundamente sentimental. Por otra parte, la intuición última sitúa el dolor de la Redención en la alegría vital de su efecto. Pienso que, por eso, la poesía gallega ha cultivado más el tema navideño, en las incomparables “panxoliñas”, que el de la Semana Santa. Nos gusta más ver a la Virgen y al Niño en Belén que en el Calvario. Y es natural, pues en definitiva ese es el verdadero sentido de la Resurrección: que en la muerte no acaba todo. Nuestra alma piadosa reza y calla en Semana Santa; nos devuelve a la vida y a la alegría en las dos Pascuas. Recuerdo la Semana Santa de mi niñez, en la vecina Villalba. Había una auténtica devoción y recogimiento. Con medios modestos, salían unas procesiones eficaces; delante, una bandera negra, con las letras S.P.Q. R.=(siglas en latín del Senado y el Pueblo romano, que traducíamos por “San Pedro quiere rosquillas”, cuya bandera por lo mismo se llamaba “El San Pedro”); detrás, numerosos encapirotados, una Dolorosa triste, un San Juan simpático, una Verónica emocionante. Oíamos pacientes el Sermón de las Siete Palabras; se realizaba un descendimiento de la Cruz llamado el Desenclavo, que efectivamente realizaban unos sacerdotes con todo realismo. Cantábamos himnos devotos y penitenciales.
La procesión del silencio, “d’os caladiños”, era quizá el momento de más sencilla belleza, con los centenares de candelas por la noche aún fresca, en rutilante serpentear por las calles principales de la villa. Algún lamparón me quedó al descuidar la orientación de la vela y sus pábilos. Por encima de todo, recogimiento, devoción, compunción del corazón. LA SEMANA SANTA DE VIVERO
No cabe duda de que los principios de la celebración vivariense de la Semana Santa se encuentran en las antiguas Cofradías establecidas por las comunidades religiosas de franciscanos y dominicanos (desaparecidas de Viveiro a causa de la desamortización). En el convento de San Francisco se hallaba establecida la Cofradía del Santísimo Cristo o de la Vera Cruz, que cel
ebraba dos procesiones, una el Domingo de Ramos (llamada del Ecce-Homo, por la imagen venerada, lo mismo que hoy) y otra el Jueves Santo. Extinguida esta cofradía, pasaron sus alhajas a la Venerable Orden Tercera de S. Francisco, por el año 1728, que se encargó de las citadas procesiones. La Comunidad de los Dominicanos tenía los cultos de su Cofradía del Rosario, Domingo de Ramos, Descendimiento y Santo Entierro, hasta que, demolido el Convento el año 1851, a causa de las leyes desamortizadoras, pasó la cofradía del Rosario a la parroquia de Santa María del Campo. Así, hasta el año 1944, la Semana Santa vivariense era organizada exclusivamente por la Cofradía del Rosario y por la V. Orden Tercera, cuya capilla radica en la actual Iglesia Parroquial, antes conventual, de S. Francisco.
La Cofradía del Santísimo Rosario sigue organizando la solemne procesión del Santo Entierro, presidida, ente otros, por el magnífico “paso” del Stmo. Cristo Yacente (obra del escultor valenciano Mena en 1908) integrado ademas por cuatro ángeles en tamaño natural, portadores de los atributos de la Pasión.
Antes de esta procesión celebra en el atrio de Santa María el emotivo acto del Descendimiento, con sermón simultaneado con las ceremonias del Descendimiento de la Cruz
. Por eso dice el cronista D. Juan Donapétry en su “Historia de Vivero y su Concejo”: “... la verdadera importancia de estas prácticas y devociones data de la llegada al pueblo de los franciscanos y dominicanos que se establecieron en él en el siglo XIII y le imprimieron su carácter a través de las Cofradías; que con su potente vitalidad organizaron los magníficos pasos y las vistosas procesiones, que son las principales manifestaciones de esos días”. La V. O. Tercera de S. Francisco sigue organizando la procesión del “Ecce Homo” el domingo de Ramos; la procesión del Jueves Santo, con el “Paso” de la Cena, con los doce Apóstoles. Este paso data del año 1808. Dice el citado Donapétry: “En la Semana Santa de 1808 se expuso y salió por primera vez el Apostolado (cristo con los apóstoles) y se cuenta que muchos vecinos de S. Ciprián acudieron a presenciar el paso de la Sagrada Cena, y señalaban con sus nombres propios o con sus apodos a cada uno de los marineros de aquel puerto que habían servido de modelo al artista para representar a los discípulos del Salvador”. El Viernes Santo la Tercera Orden organiza por la mañana el tradicional ENCUENTRO, en la plaza mayor, con la imagen del Nazareno (con brazos articulados que se mueven por medio de un mecanismo) y realiza las caídas y la bendición del pueblo; asimismo la imagen de la Verónica que despliega el lienzo para enjugar el rostro del Señor; la imagen de la Dolorosa que enjuaga sus lágrimas, y la del Apóstol S. Juan. El ENCUENTRO es dirigido desde el púlpito por el orador, y al final se trasladan procesionalmente las imágenes al atrio de Santa María donde se realiza la tercera caída, mientras la campana mayor de la parroquia da tres solemnes y lentas campanadas. Otra procesión concurridísima organizada por la Orden Tercera es la
llamada “dos caladiños”, hacia la medianoche del Viernes Santo, o procesión de la SOLEDAD, con un silencio impresionante de los fieles, con cirios, y el acompañamiento de la banda de música. RENOVACIÓN DE LA SEMANA SANTA VIVARIENSE El año 1944 se inició un movimiento de mejora y superación de los actos tradicionales de Semana Santa en Vivero. Dice D. Juan Donapétry en su “Historia de Vivero y su Concejo”: La Ilustre Cofradía del Rosario y la V. O. Tercera compartieron por espacio de más de dos siglos, la organización de los solemnes pasos y devotísimos desfiles procesionales de La Semana Santa, que a partir del año 1944 fueron incrementados por la colaboración de las jóvenes cofradías del “Santísimo Cristo de la Piedad”, integrada por los comerciantes e industriales; su filial la “Hermandad del Prendimiento” formada por empleados; la de las “Siete Palabras”, y con la valiosa aportación de la parroquia de Santiago que con su entusiasmo y fervor religioso consiguieron no solamente conservar la tradición de estos cultos, sino elevar al más alto grado la fama de nuestra Semana Santa. Pertenece a la “Cofradía del Santísimo Cristo de la Piedad” el primoroso grupo escultórico de Jesús muerto en brazos de su madre o de “la Pietá”; a la “Hermandad del Prendimiento” el magnífico grupo de Jesús y Judas en el acto del sacrílego beso, con un soldado romano y un sayón; a la iglesia parroquial el grandísimo Calvario que preside el emocionante Viacrucis de penitencia (el miércoles santo); y el notable grupo de la “Entrada triunfal del Señor en Jerusalén” paso de “La Borriquita” obras del ilustre imaginero compostelano Sr. Rivas.
Con este “paso” llamado de “la borriquita” se celebra la procesión infantil del Domingo de Ramos, después de la bendición de las palmas en las parroquiales con enorme concurrencia de niño y mayores.
La “Hermandad de las Siete Palabras” organiza el sermón de las siete palabras el Viernes Santo (entre doce y dos de la tarde); tiene un conjunto escultórico magnífico formado por el Crucificado, los dos ladrones, la Virgen y San Juan, antes se celebraba en la Plaza, ahora en la iglesia de San Francisco. La “Hermandad del Prendimiento tiene su procesión el Jueves Santo, a la noche, con su paso conocido por “el beso de Judas”, antes citado. La “Cofradía del Santísimo Cristo de la Piedad” tiene su procesión el Viernes Santo (hacia las 10 de la noche) después de la del Santo Entierro (de la Cofradía del Rosario) y antes de la de “Os Caladiños” o Soledad (de la V. O. Tercera).
El domingo de Resurrección se cierran los actos de Semana Santa con el llamado Encuentro de Resurrección, en el atrio de Santa María. A las 10 de la mañana sale el Santísimo bajo palio alrededor de la iglesia; por el lado opuesto la imagen del Apóstol San Juan y la de Nuestra Señora, ésta cubierta con un velo blanco, y al encontrarse las dos comitivas se detienen, se le quita el velo a la Virgen, se entona el “Aleluya” litúrgico y el “Resuss-exit” y entre el repique de campanas se dirige la procesión al templo donde se celebra la misa solemne del día. Forma así esta Semana Santa un conjunto completo y armónico desde el Domingo de Ramos al de Resurrección. Son singularmente notables las procesiones nocturnas, por su vistosidad deslumbrante, por la indumentaria propia de cada cofradía, por las velas y faroles eléctricos que portan los cofrades, por sus emblemas y ricos estandartes.
Las mujeres tienen también su Hermandad, la de la “Santa Cruz”, con su paso y desfile en solemne Viacrucis del martes santo. Una vez más, resplandece la profunda piedad de la mujer gallega, que mantiene la representación dignísima de las mujeres evangélicas, al lado de Cristo en la Pasión y las primeras en saber de la Resurrección.
VIVERO Y LA EUCARISTÍA El día de Jueves Santo, además de la tradicional Procesión de la Cena (de la V. O. Tercera) es obligada la visita a los “Monumentos” que se prolonga hasta las altas horas de la noche. Los oficios son muy concurridos y solemnes. Pero la devoción eucarística de Vivero es una de las notas características de su religiosidad. Ya desde muy antiguo (“Historia de Vivero”, de Donapétry) se celebró con inusitado esplendor la festividad del Corpus. El Ayuntamiento invitaba a las comunidades religiosas de franciscanos y dominicanos, al clero, autoridades civiles y militares para la procesión que sale de Santa María del Campo; concurrían los gremios con sus gaitas, danzas, cera, estandartes e imágenes. Aún hoy reviste gran solemnidad la festividad del Corpus, patrocinada por el Ayuntamiento que concurre con todas las autoridades. Existía en Vivero la “Congregación de Prebísteros del Santísimo Sacramento” a la que pertenecían los Sacerdotes de la Villa y de la Comarca. En el archivo de Santa María se conservan los libros de esta congregación, que prolongaba los cultos del Corpus durante la octava, con misa solemne diariamente, exposición durante todo el día del Santísimo, y canto solemne de completas y reserva por la tarde, y solemne procesión el día final de la octava, por las calles principales. Hoy sigue celebrándose todos los años (a pesar de haberse extinguido la Cofradía) en Santa María del Campo, la octava solemne del Corpus, con la misa solemne, exposición y procesión de la octava, siendo muy visitada la iglesia todos los días de la dicha octava para adorar al Santísimo. No es de extrañar que en el escudo de Vivero figuren cinco custodias, símbolo de esta devoción vivariense, según explica el cronista Donapétry en la obra citada: “Son sus armas (de Vivero) cinco arcos del puente que le dio nombre en lo antiguo, de plata, distintivo de la firmeza, sobre aguas de azur. En el puente un león rampante, emblema de la vigilancia y de la bravura, coronado y de oro, insignia de la nobleza sobre campo de gules, alegoría del valor y representativo de la sangre generosamente derramada por sus hijos en la guerra de la Reconquista. En el jefe, y a ambos lados del león, cinco sacramentos o custodias de oro, con la hostia patente, signos de su fervor religioso, arma impuesta por a los Prelados, cuando eran señores de la Villa, con motivo de otras tantas concordias, o en recuerdo de las cinco iglesias medievales, a la de Santa María, Santiago (demolida), la conventual de S. Francisco (ahora también parroquial), la conventual de Santo Domingo, y la de las religiosas dominicanas de Valdeflores. Se halla establecida la “Adoración Nocturna” en la iglesia de S. Francisco, parroquia donde nació D. Luis Trelles Noguerol, insigne abogado, que ejerció en La Coruña y en Madrid, y fundador de la “Adoración Nocturna Española”, de las “Camareras de Jesús sacramentado”, y de “La Lámpara del Santuario” órgano de la Adoración Nocturna. Fue un hombre piadosísimo, Diputado a Cortes al lado de D. Cándido Nocedal, si bien antes había participado de las ideas liberales. Falleció en Zamora, donde recibió sepultura.
POPULARIDAD Y SOMBRAS DE LA SEMANA SANTA VIVARIENSE Escribe el cronista D. Juan Donapétry: “No hace muchos años que en la noche del Jueves Santo los fieles de las aldeas del contorno formaban una especie de campamento,, prefiriendo sufrir a la intemperie las molestias de una velada al aire libre antes de perder un puesto o llegar tarde a la ceremonia del Encuentro, que comienza a la mañana en la Playa Mayor y termina frente al ábside de Santa María del Campo, donde el Nazareno cae por tercera vez”. (Escribe en 1953).
D. Camilo Barcia Trelles, en un artículo publicado en 1955 dice: “En lo que a mí particularmente se refiere he de manifestar que atraído por cuanto se me describía respecto a la Semana Santa vivariense, acudí a presenciarla y del concepto que me merece da idea un hecho bien significativo: desde 1953 acudo puntualmente a Vivero y espero, Dios mediante, reiterar mi visita en el año presente. Si se requiera mi opinión respecto a la impresión que me ha causado contemplar la Semana Santa vivariense yo la formularía del siguiente modo: de todo lo que he presenciado y oído acaso lo que dejó huella más profunda en mi espíritu es el magnífico entusiasmo de todos los vivarienses, que cada uno de ellos se considera como protagonista cordial de aquellas solemnidades. Es mucho decir en estos instantes de clara dispersión mundial, cuando el hombre se siente más que nunca desconectados de todos los otros hombres este ejemplo de solidaridad que nos ofrece el pueblo vivariense, etc”. (De un programa de Semana Santa).
El testimonio del cronista se refiere a una época en que la Semana Santa era sentida, vivida con fé y fervor por el pueblo de Vivero y sus contornos; época anterior a las nuevas cofradías. D. Camilo BARCIA TRELLES conoció la Semana Santa en su nueva fase en la que se introdujeron los modernos desfiles procesionales a los que ya no se incorpora el pueblo, sino que es mero espectador para contemplar el paso de los encapuchados con su vistosa indumentaria, sus faroles eléctricos, sus estandarte, los “pasos” iluminados. Ahora ya no es sólo el pueblo y sus contornos sino mucha gente que acude de pueblos lejanos, no con espíritu predominantemente religioso y piadoso, sino en plan de curiosidad, pasatiempo y diversión. Así resulta que habiendo aumentado la concurrencia, sin embargo ha descendido mucho en los últimos años la participación sacramental, sobre todo de la juventud. Y esto no sólo en la Semana Santa, sino en todos los cultos, y no sólo de la juventud masculina, sino de la femenina. Es evidente que en el orden espiritual, religioso y moral la juventud de hoy vive, en su mayor parte, lejos de las costumbres y prácticas de sus mayores.
Un vivariense, en un artículo publicado el año 1968 escribía: “Ha surgido un nuevo inconveniente a la tradicional devoción de estos días. Las facilidades de comunicación y la multiplicación de los medios de propaganda suponen el inmenso peligro de dejar convertidos estos actos en ferial de curiosas y anacrónicas devociones… Convendría, por tanto, salvaguardar en nuestra Semana Santa cuanto es aún en ella aprovechable y vivo, desechancho cuanto lo estorbe o lo desorbite; quizá hayamos rebasado incluso la medida de una prudente sobriedad y en algunos aspectos estemos a punto de dejarla en la celebración de unos simples festejos, etc.” De hecho, los actos de Semana Santa que aún conservan un fondo auténticamente espiritual y religioso son los del núcleo original y primitivo: procesión de la Cena, Santo Encuento, Descendimiento, Santo Entierro y Soledad. Las procesiones modernas son deslumbrantes, muy vistosas, espectaculares por la noche, pero se reducen a un mero espectáculo, salvo lo que puedan influir en el recuerdo y consideración del drama de la Redención.
Caso curioso: algunos de los que organizan estos modernos desfiles, son los mismos que con todo entusiasmo organizan el “Entierro de la Sardina”, vistiéndose con túnicas blancas, portando velas, llevando en unas andas la figura grotesca del “Carnaval”, con cánticos y hasta con un “sermón” final en la plaza. Esto ha sido motivo de que algunos añoran la Semana Santa primitiva y pongan en tela de juicio las innovaciones. DEVOCIÓN MARIANA EN VIVERO.LA VIRGEN DE VALDEFLORES Aunque la devoción mariana es una característica general del pueblo español, sin embargo predomina en Vivero la devoción a Ntra. Sra. de los Dolores. Tanto en la Parroquial de San Francisco como en Santa María, muchos fieles acuden no sólo en las fiestas litúrgicas, sino a diario para visitar el altar de la Virgen de la Soledad y de los Dolores. Tal vez esta devoción esté relacionada en sus orígenes con las celebraciones de Semana Santa. A la procesión de la Soledad, llamada “D’os Caladiños” concurre el pueblo en masa.
Una de las parroquias de Vivero está dedicada a Santa María del Campo, cuya fiesta se celebra en 15 de Agosto, como patronal en Vivero y el día 16 San Roque. Pero la advocación típica y netamente vivariense es la de Ntra. Sra. de Valdeflores. Esta advocación tiene una leyenda curiosa e interesante, que recoge el cronista D. Juan Donapétry en su “Historia de Vivero”. Dice, en resumen, lo siguiente: En el valle de Junquera, en un juncal junto al mar, apareció un espino cubierto de flores en pleno invierno, causando la admiración de todos, de donde la denominación de Valdeflores. Era el dueño de aquéllos terrenos el caballero D. Juan Fernández de Aguiar. Un criado de este señor, cavando, al pie del espino florido oyó una voz que dice: “Cava y no me hieras. Marcha y díle a tu señor que venga a sacarme de aquí”.
Como el caballero no quisiera dar crédito por dos veces consecutivas al criado despavorido, a la tercera vez oye esta voz: “Anda ve a tu señor y dirasle en señal para que te crea que en tal arca (y la indicó) tiene tantas libras de cera (y le dijo el número) para que venga y me saque de aquí”. Ante esto, asombrado el señor, aunque con dudas, acudió al lugar de las voces, y cavando apareció la imagen que hoy se venera en el Convento. De esta imagen habla el cronista vivariense: “La escultura es de alabastro, policromada, y representa a la Virgen en pié; en el brazo izquierdo sostiene al Niño Jesús, y en la mano derecha lleva un cetro; tiene 50 centímetros de altura, y al ser desenterrada recibió en el brazo un golpe de azadón”. En efecto, en la imagen se nota la señal de un fuerte golpe.
En el lugar de la aparición hubo primero una ermita donde se veneró la imagen. Se cree, aunque no consta con exactitud, que se encontró la imagen en el siglo XIV. Más tarde, en el mismo lugar, se erigió el Convento que lleva el nombre de Valdeflores, de monjas dominicas, en cuya iglesia es venerada la Virgen de Valdeflores. El Convento parece que fué edificado a fines del siglo XIV.
Y TERMINO, SEÑORAS Y SEÑORES Felicito a Vivero y a sus Cofradías por mantener con tanto espíritu sus tradiciones cristianas, en estos tiempos difíciles. La Cristiandad ha conocido, desde hace casi dos mil años, tiempos de persecución y tiempos de confusión; ha sobrevivido siempre en la fé sencilla de los hombres, en el corazón sensible de las mujeres, en la piedad sin mancha de los niños, en las tradiciones sinceras de los pueblos. Hoy, al aproximarse el año 2.000, con siniestros fulgores de catástrofe, como lo hizo el primer Milenio, mantengamos nuestra fé, nuestra esperanza, y sobre todo nuestra caridad. El misterio de la Redención es un misterio de amor, que supera a la caída y al pecado. Dios sigue salvando al Mundo, incluso cuando éste le vuelve la espalda. Esa es nuestra firme esperanza, de que vosotros vais a dar testimonio ejemplar.
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