Publicado 28/01/14
800 años de la Peregrinación de Francisco de Asís a Santiago. Francisco de Asís infancia y juventud.

San Francisco era pequeño de talla, tenía el rostro alargado, la frente sin arrugas y algún tanto elevada, horizontales las cejas y la tez morena. Sus ojos, medianos y negros, irradiaban una sencilla y franca mirada; su nariz era regular, recta y fina; la barba, rala y negra, como sus cabellos; poco carnosos y pequeños los labios, y la voz vehemente, dulce, clara y sonora; el cuello, delgado; los hombros rectos, y cortos los brazos; las manos, finas, con los dedos largos y las uñas salientes; las piernas, delgadas, los pies pequeños y blanda la piel.
Francisco de Asís era de complexión delicada . Grácil y bien proporcionado -sin ser hermoso-, poseía uno de esos organismos delicados y exquisitamente sensibles en los que las impresiones del mundo exterior se graban con fuerza, las facultades del placer y del sufrimiento se exaltan con facilidad y las pasiones se revelan violentas y tumultuosas.
No bien el joven Francisco Bernardone hubo adquirido la instrucción necesaria para llegar a ser un día hábil y experto mercader, cuando a eso de los quince años, después de una muy piadosa infancia (2), fue asociado al negocio de su padre, al cual se entregó con ardor, siguiendo al propio tiempo la fogosidad de su temperamento, ávido de gloria y placer (1 Cel 2). A los veinte años Francisco ama todo lo bello y todo lo deleitable, lo que ensancha y dilata el corazón y aparece hermoseado de flores; ama los perfumes, los cantos, la luz y los colores, los suntuosos vestidos y las estofas ricas y vaporosas; ama su cielo y su tierra de Umbría. Su imaginación se excita e inflama con las proezas legendarias, los castos amores, las tristes amarguras y extravagantes expiaciones que celebran en sus trovas caballerescas los juglares ambulantes. En el bienestar, actividad y lujo de la casa de su padre saborea a placer la alegría del vivir.
Bien es verdad que después de una larga y penosa enfermedad llegó su espíritu a probar cierto desencanto, pero una vez recobrada la salud perdida comienza con su impetuosidad habitual el método de vida agitada y alegre. Su conversión a Dios no se divisa aún en los horizontes de la vida; los festines y los conciertos, los joviales paseos diarios por la campiña de Asís y las rondas nocturnas por sus calles en medio de bandas bullangueras, en las que amigablemente fraternizan jóvenes nobles y burgueses, ocupaban todos sus ocios. Su afabilidad, la elegancia de sus modales y su comunicativa alegría, juntamente con las fastuosas prodigalidades de su generosidad, le habían consagrado rey de aquella juventud libre y licenciosa.
En medio de esta atmósfera de "gaya ciencia", en donde se desbordaban los goces y las delicias de los sentidos, su natural vanidad de hijo de un mercader rico y renombrado y su deseo de singularizarse entre sus camaradas, haciendo alarde de un lujo que los demás no podían ostentar, hallaban su natural desarrollo, como también su gusto por los placeres hallaba hartas ocasiones para satisfacerse. ¿Hasta qué grado de disipación descendió por este camino el joven Francisco Bernardone? (3). Ardua empresa se nos antoja precisarlo. Con todo, por graves que se las suponga, sus faltas jamás le precipitaron en el libertinaje; sus frivolidades y devaneos en nada disminuyeron su compasión para con los pobres, ni pervirtieron la natural rectitud de su sentido moral, ni envilecieron la nobleza de su corazón (4).
Los primeros deseos de su joven corazón fueron las riquezas, las diversiones y la gloria, y a ellas se entregó ciegamente. Por el contrario, todo cuanto a sus ojos desfiguraba la vida, le conmovía hondamente; por eso la fealdad le repelía, los leprosos le horrorizaban, el dolor de sus semejantes le hacía brotar lágrimas y por los pobres y desheredados de la fortuna sentía una conmiseración tal, que no logró nunca atenuar el trajín continuo de una vida de negocios o placeres (2 Cel 5). A esta sensibilidad tan delicada se unía una memoria fiel y tenaz, una imaginación fresca y viva, objetiva y realista. Francisco examina y comprende -es éste un rasgo que hay que tener en cuenta para el estudio de su espiritualidad- los personajes cuyas hazañas le son contadas y se identifica con ellos. Los paladines de que hablaban las canciones de gesta son tanto como la alegre juventud de que era rey, sus primeros compañeros: el recuerdo de Rolando y Oliveros se conservará siempre en su memoria, aun cuando otro ideal -muy diferente por cierto- se haya apoderado de su espíritu, y las gloriosas hazañas de aquellos héroes le servirán también de estímulo en la vida nuevamente abrazada.
Pero, preguntará tal vez alguno: ¿acaso una imaginación tan exaltada y una tan sutil y refinada sensibilidad no se desarrollaron con detrimento de la inteligencia y de la voluntad, es decir, de las facultades de pensar y obrar, como suele de ordinario acontecer en los individuos dotados de una naturaleza amable, galante y poética como la suya? ¿No sufría, por ventura, el hijo de Bernardone las inconsecuencias y las veleidades de los seres imaginativos? Bien al contrario, el genio de Francisco -por extraño que el hecho nos parezca- se mostró en muchas ocasiones sumamente equilibrado. Era el hijo de un mercader, muy ejercitado él mismo en el negocio, del cual salía siempre muy airoso. Jamás sacrificó al capricho de sus pasiones los intereses del comercio de su padre, sino que miró siempre por ellos con acierto, prudencia y habilidad: negociante cauto, muy hábil, lo llama Celano (1 Cel 2). Debajo de las apariencias de ligereza y frivolidad se ocultaba un espíritu serio y una voluntad férrea, que no lograban perturbar ni el anhelo de frívolos pasatiempos ni la avidez de lujo o de fiestas. Él sabía reflexionar y obrar después de maduro examen; hallaba tiempo para trabajar y solazarse, y ganaba laboriosamente lo que locamente había disipado.
Cierto, no era el don de reflexión lo que le faltaba; pero no se le había presentado aún la ocasión de reflexionar profundamente. Su alma era apasionada, pero no egoísta, codiciosa ni vulgar; había heredado la sagaz prudencia de su padre, pero no su avaricia. Excepción singularísima, en él la prudencia no ponía trabas a la audacia ni al entusiasmo: no era tímido ni melancólico; tan positivo como su padre, era más liberal y más generoso que él. Hijo de mercader, poseía el alma de caballero. De caballero tenía además el temperamento idealista y el gentil donaire. Era cortés y distinguido en sus modales, noble y viril, afable y liberal para con los pobres, sincero, leal, fiel y magnánimo (1 Cel 2-4), animoso, intrépido, decidido y pronto en la acción. ¡Preciosas cualidades, merced a las cuales llegó a ser inapreciable caudillo de multitudes!
Fue en el cautiverio de Perusa donde su alma grande, noble y buena, se manifestó verdaderamente tal cual ella era. Mientras sus compañeros de infortunio se dejan abatir por la tristeza y la melancolía, Francisco conserva imperturbable ante esta dura y humillante prueba su buen humor, su generosidad, su bondad, su paciencia, sus sueños de gloria, el dominio sobre sí mismo y su alegre optimismo (2 Cel 4). Las pasiones que bullen y se agitan en su corazón le dan en anticipo la seguridad de que su existencia no ha de ser triste ni vulgar; lo dice así a sus camaradas de cautiverio, y lo repetirá también más tarde, cuando renuncie al negocio, a las fiestas y algaradas y a las expediciones bélicas. Ni aun el lóbrego calabozo, en que lo encerrará su padre, podrá desvanecer sus esperanzas optimistas, sus resoluciones entusiastas. Y es que no era la simple ilusión de una conciencia perturbada lo que descubría en el fondo de su ser, sino la apreciación justa y cabal de las fuerzas latentes que el porvenir le dará claramente a conocer, aunque en una dirección totalmente distinta de la que él en un principio soñara.
El trato frecuente con los nobles, la lectura asidua de los romances de caballería y los incidentes de la guerra de Perusa, le habían definitivamente orientado hacia este ideal caballeresco que tan bien cuadraba con la nobleza de su carácter. En sus sueños de gloria había llegado a entrever las posibilidades de ser un día armado caballero en los campos de batalla merced a sus brillantes proezas, y la ocasión se le presentó propicia. Gauthier III de Briena guerreaba a la sazón en Apulia en defensa de los derechos de la Iglesia, y un noble caballero de Asís iba a alistarse en sus filas. Francisco pensó desde luego militar bajo la bandera de este caudillo, y sus padres, que nunca oponían la menor dificultad a sus proyectos, le dejaron partir. Antes de ponerse en camino, absorto con los halagadores pensamientos que le embriagaban, vio en sueños cómo el almacén de su padre se transformaba en palacio; armas y arneses brillaban ahora en el lugar que antes habían ocupado las piezas de tela y en sala magnífica le esperaba bellísima desposada. Francisco no dudó ni un instante, e interpretando el hecho como feliz presagio de su destino, con su habitual decisión se equipó convenientemente y partió.
Y, cierto, hubiera llegado a ser un paladín ilustre y la historia nos hablaría hoy del noble caballero Francesco Bernardone, si la gracia divina, cambiando su vocación, no le hubiera convertido en el Pobrecillo que todos veneramos, San Francisco de Asís. |