Publicado 03/02/14
800 años de la Peregrinación de Francisco de Asís a Santiago. Francisco de Asís su conversación

Apenas había llegado Francisco a Espoleto, cuando inesperadamente interrumpió su expedición. ¿Había acaso tenido noticia de la muerte de Gauthier de Briena (junio de 1205)? ¿Le ayudó tal vez a justipreciar la vanidad de la gloria humana el desengaño y decepción producidos por semejante noticia?...
Cierta noche oyó, mientras dormía, una voz que con inefable dulzura le llamaba por su nombre, invitándole a seguir al único verdadero Señor. «¿Qué queréis que haga, Señor?», respondió él como San Pablo en el camino de Damasco. Y la voz misteriosa continuó: «Vuélvete a la tierra de tu nacimiento, porque yo haré que tu visión se cumpla espiritualmente». Y sin la menor tardanza regresó a su patria (2 Cel 6).
Hasta la fecha Francisco había tenido dividido el corazón entre las preocupaciones de los negocios y las frivolidades de los festejos. Sólo de la teofanía de Espoleto datan los orígenes de su conversión. El sentimiento religioso, muy poco desarrollado desde su adolescencia y hasta debilitado con el continuo ajetreo de los quehaceres comerciales y frívolos pasatiempos, comienza ahora a revivir en su alma. Poquito a poco, de la creencia y práctica comunes a los cristianos de su ambiente y de su tiempo, pasa a una fe muy viva y sencilla, que le muestra más allá de cuanto hace a la vida agradable, dulce y brillante, lo que la rinde verdaderamente grande, fecunda y noble. Este sentimiento se manifiesta luego en su desinterés progresivo del negocio, en el gusto de la oración y meditación en la soledad, y en su mayor generosidad para con los pobres. Rudo combate se alza en su corazón: el porvenir se le presenta todavía incierto. Francisco busca una solución. Se recoge a orar en las capillas desiertas y en las cuevas solitarias de la campiña de Asís. Ahora comprende el verdadero significado de la vida y llora los errores de su conducta pasada. El temor de los juicios de Dios y el arrepentimiento de sus faltas y extravíos invaden su corazón. Francisco ora e implora el perdón del cielo y la luz necesaria para conocer su camino. Y en su alma así preparada se produjo el choque divino, que hizo brillar ante sus ojos rompientes de luz nunca vistos.
Tócanos examinar aquí un episodio de su vida, el cual, con ser y todo poco observado, da, sin embargo, a la espiritualidad de San Francisco su carácter peculiar y distintivo. Es de tal importancia este episodio, que el mismo Santo, antes de morir, quiso resumirlo en las primeras líneas de su Testamento con estas palabras: «El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo».
Francisco confiesa, pues, haber comenzado a hacer penitencia después de haber recibido de Dios la fuerza necesaria para vencer la repugnancia que los leprosos le causaban. Ahora bien, ¿qué gracia fue ésta y en qué circunstancias le fue concedida? San Francisco guardó el secreto sobre este particular, y Tomás de Celano no es mucho más explícito en su Vida primera. Solamente nos dice que después de fervorosa plegaria Francisco supo por revelación divina cuanto debía hacer y que esta respuesta hinchó de amor y gozo su corazón (1 Cel 7). En la Vida segunda, empero, para precisar la respuesta emplea las mismas palabras dirigidas al Santo: «Francisco -le dice Dios en espíritu-, lo que has amado carnal y vanamente, cámbialo ya por lo espiritual, y, tomando lo amargo por dulce, despréciate a ti mismo, si quieres conocerme, porque sólo a ese cambio saborearás lo que te digo» (2 Cel 9). Por último, San Buenaventura, al narrarnos en su Leyenda Mayor esta memorable escena, como explicación de la gesta heroica llevada a cabo por Francisco cuando estampó en la frente del repulsivo gafo el ósculo de paz, nos cuenta todos los pormenores de la misma: «Sucedió, pues, un día en que oraba de este modo, retirado en la soledad, todo absorto en el Señor por su ardiente fervor, que se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado...». Y Jesús le habla y le hace el llamamiento que en otro tiempo dirigiera a los Apóstoles: «Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme» (LM 1,5). Las palabras reproducidas por San Buenaventura no son, es verdad, idénticas a las de Tomás de Celano, mas, sin género de duda alguna, se trata, del mismo hecho, ya que en entrambos autores, al igual que en el Testamento, el mismo consejo de la abnegación total preludia la caridad de Francisco para con los leprosos.
Esta dolorosa visión -anterior al habla milagrosa de San Damián, con la cual no debe confundirse- conmovió hondamente las fibras más delicadas del corazón del joven Francisco, e inmediatamente los ardores del amor divino rebasaron su alma, le colmaron de una alegría imposible de contener e hicieron nacer en él la idea del propio renunciamiento, primer peldaño de la escala de la perfección cristiana. Y ésta no era una idea fría y abstracta, era la idea, o mejor aún, la imagen del renunciamiento encarnado, viviente y palpitante en la visión de Cristo -víctima de caridad-, imagen que impregna su sensibilidad e invade su corazón de un vivo sentimiento de amor. El ideal del amor divino, obrando y revelándose mediante la práctica de las virtudes de pobreza y humildad, acaba de manifestarse a su alma: «Revistióse, a partir de este momento, del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión» (LM 1,6).
No obstante, no veía aún con toda claridad el porvenir de su vocación; era solamente una indicación más precisa y concreta de las luchas y batallas que tendría que empeñar consigo mismo para responder al llamamiento de Dios. Pero la idea de sacrificio que han despertado en él la visión y las palabras de Cristo se le presenta como algo que infunde espanto a su naturaleza. Él deberá arrostrar las estrecheces y humillaciones de la pobreza, e instintivamente se pregunta si tendrá valor para ello... Resueltamente toma la decisión de probar hasta dónde llegan sus fuerzas, y al efecto repite una y otra vez sus visitas a los leprosos, cuya sola vista -como hemos observado ya- le causaba náuseas (2 Cel 9; LM 1,6). Él huye la compañía de los camaradas que le invitaban con insistencia a que empuñara de nuevo el cetro de mando de la juventud, pero no rehuye desairadamente el honor que se le ofrece. Sus austeras meditaciones no le habían hecho olvidar las leyes de la cortesía, y a trueque de no ser tildado de avaro, acepta una vez más la presidencia de las diversiones juveniles. Su corazón, sin embargo, se elevaba ya muy por encima de aquellos pasatiempos. «Y bien, Francisco -le dicen sus amigos-, ¿tratas acaso de emprender tus expediciones guerreras o has, por ventura, pensado casarte?» «De ninguna manera -respondía él-; yo no partiré ya para Apulia, sino que permaneceré aquí, en donde, después de cumplir muy brillantes hazañas, elegiré por mía a la más noble y más hermosa de las doncellas» (1 Cel 7; 2 Cel 7).
¡Fue aquel día el último de sus fiestas! Las bulliciosas compañías no le volverán a ver; ya no se sentará más a la cabecera de los festines, ni hallará solaz y distracción en los encantos de los trovadores. Ahora busca la compañía y trato de los pobres y de los leprosos. Ni le contenta el socorrer con sus dineros a los sacerdotes necesitados, ni le satisface el despojarse de sus ricos vestidos y trocarlos por los harapos con que se cubren los menesterosos; él mismo emprende el aprendizaje de la pobreza. Durante una peregrinación a Roma, se pierde entre la multitud de mendigos, y, como ellos... extiende su mano (2 Cel 8; LM 1,6). Haciendo lo cual -sin tener conciencia de ello- obra en conformidad con los postulados de la ciencia de los psicólogos, quienes deseosos de concebir los sentimientos conformes a sus ideas, empiezan por practicar los actos.
Pero aún le falta dar un paso, el más temible de todos, para "salir del siglo" y llegar a la renuncia total. Su alma, purificada por los combates que ha tenido que sostener contra el orgullo y la natural sensualidad, está preparada para recibir nuevas comunicaciones divinas.
En la soledad de la semiderruida iglesia de San Damián contemplaba Francisco amorosamente una pintura de Cristo crucificado, cuando oyó una voz que, proviniendo de la santa imagen, le decía: «Levántate, Francisco, y repara mi casa, que se derrumba». Sobrecogido de espanto, respondió: «Tú sabes, Señor, con cuánto gusto satisfaré yo tu deseo». E interpretando literalmente la orden recibida, una vez recobrado del asombro, se pone a disposición del sacerdote de San Damián, va a Foligno, vende un lote de paños y entrega el precio al administrador de la capilla (2 Cel 10.11; 1 Cel 8.9; LM 2,1).
La impresión producida por la voz de Cristo Crucificado ha sido tan honda que jamás el tiempo logrará borrarla de su memoria. Le parece que su renunciamiento no es todavía completo ni guarda proporción con los subidos quilates de su amor. Permanecerá, pues, al lado del sacerdote de San Damián, trabajará en la restauración de la capilla, transportará sobre sus delicados hombros las pesadas piedras y mendigará en la ciudad aceite para la lámpara del Santísimo Sacramento.
Francisco será la mofa y el escarnio de la ciudad de Asís.
Entonces comenzaron con dureza, muy explicable por cierto, las persecuciones de parte de su padre. Grandemente enojado éste por la transformación obrada en la conducta de Francisco, lo colma de coléricos denuestos y malos tratos, lo encierra en una obscura habitación, e incapaz de doblegar su constancia, lo cita ante el Tribunal de los Cónsules. Pero el joven, resuelto tal vez desde ahora a abrazar la vida eremítica, niega su competencia, por lo cual Pedro Bernardone se ve obligado a citarlo ante el Tribunal del Obispo. Allí, en plena posesión de sus facultades, Francisco abdica la herencia paterna, proclama la rotura de los lazos que le ligaban al mundo, y sale triunfador de los dolorosos combates que ha tenido que afrontar por obedecer la voz de Jesús Crucificado (1 Cel 10-15; 2 Cel 12; LM 2,2-4). Su conversión es completa (año 1206).
Resumen.- La visión de Espoleto, que despierta en su alma el sentimiento religioso; las palabras del Crucifijo, que le hacen pasar del temor y dolor al amor y entrever el ideal del propio renunciamiento; la heroica abdicación de la herencia paterna, que le separa definitivamente del mundo, tales son las sucesivas etapas de la transformación espiritual de Francisco Bernardone.
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