Publicado 06/02/14
800 años de la Peregrinación de Francisco de Asís a Santiago. Francisco de Asis. Santo

Su conciencia, alerta de continuo contra las tentaciones de vanagloria, sensualidad y relajación -sin caer en el escrúpulo-, no descansa hasta haber paladinamente confesado lo que cree haber sido una falta (1 Cel 52-54; 2 Cel 130), y su delicadeza sube de punto al considerar las responsabilidades que en calidad de jefe de la Orden y regla viviente de los Frailes Menores pesan sobre él. En una conciencia tan recta y sana, la voluntad no podía menos de poseer una extraordinaria firmeza. Y, en efecto, a fuerza de energía y constancia, Francisco había triunfado de los obstáculos tanto internos como externos que se oponían a la realización de su ideal en la vida privada. Cuando se trató de proponerlo como norma de conducta a toda una colectividad, nuevas dificultades, nuevos temores y nuevas ideas surgen alternativamente ante él, patrocinadas por la poderosa autoridad de personajes tan esclarecidos como el Obispo de Asís, el Cardenal de San Pablo, los Sumos Pontífices Inocencio III y Honorio III, el Cardenal Hugolino, más todos los frailes sabios y letrados recientemente admitidos en la Orden. Así y todo, Francisco será intransigente. Hasta el último suspiro no cejará de mantener, de afirmar y proclamar su ideal en su prístina simplicidad ni de defenderlo con la más lúcida energía a la par que con la más respetuosa deferencia y la más admirable fineza de lógica y buen sentido. Y es que su voluntad descansaba de hecho sobre una inteligencia prudente, intuitiva, penetrante, amplia y sólida.
Todas estas cualidades intelectuales se manifiestan bien a las claras en el modo de trazar su plan, en la elección del fin y de los medios de acción asignados a su Orden y en la formación dada a sus discípulos (1 Cel 39-42. 51) (6). Con sabia prudencia aconseja a éstos la moderación de las mortificaciones corporales, único punto -observa su biógrafo- en que faltó a la discreción que él mismo recomendaba (2 Cel 21-22 y 129). Más tarde lo reconocerá, y con infantil ingenuidad pedirá perdón a su cuerpo, excusándose del rigor con que lo tratara por el hecho de estar él obligado a ser dechado y modelo de los demás. Aun cuando él lo traspase, reconocerá siempre el justo medio, y si se excede en sus austeridades y en su humildad hasta el punto de hacerse llevar ante el pueblo con una cuerda al cuello, es tal vez porque sabe que es imposible hacer reflexionar a los hombres y obligarlos a entrar dentro de sí mismos, a no ser mediante el inaudito ejemplo de las virtudes opuestas a los vicios que señorean y dominan al mundo. Esta conducta es, además, efecto de su carácter realista, que se complace en exteriorizar sus pensamientos y los sentimientos más íntimos del corazón; pero principalmente es, como luego lo veremos, el impulso de su amor a Jesús.
San Francisco posee esa intuición de la inteligencia que va a la verdad derecha y espontáneamente, sin necesidad de recurrir a las sutilezas del raciocinio, y esa sublime sabiduría, superior a la ciencia, que dispone y prepara el espíritu a la contemplación de las causas últimas, permitiéndole al propio tiempo abrazar la multiplicidad de las cosas dentro de una sencilla y clara mirada, y, bañado entonces de la luz eterna, en el arrobo que le hace insensible al mundo exterior, se engolfa en los más elevados misterios, penetra y escudriña las profundidades ante las cuales guarda silencio la ciencia de los doctores: Su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar (2 Cel 102; LM 14,1). De ahí que este hombre sencillo tocara los ápices del genio de un San Agustín. «Hermanos míos -decía un dominico doctor en Teología-, la teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra» (2 Cel 103).
La penetración de su inteligencia y la seguridad de su juicio brillan en sus enseñanzas sobre la alegría, cuya naturaleza y soberana importancia en la vida espiritual nadie mejor que él reconoció, ni más profundamente sondeó, ni expresó más graciosamente (2 Cel 125-128). Revélanse además en su aversión a los privilegios (cf. Testamento), en sus lecciones sobre la obediencia y el mando (2 Cel 151-153), sobre la castidad (2 Cel 113), sobre la simplicidad y la ciencia (2 Cel 189-192), sobre la pobreza y sus prerrogativas (2 Cel 55.72), sobre la manera de leer y estudiar (2 Cel 102), sobre el valor del ejemplo (2 Cel 155-157), etc.
Para expresar sus pensamientos e ideas halla siempre fórmulas claras y precisas, como ésta que el autor de la Imitación de Cristo (III, 50) se ha complacido en reproducir: «Tanto vale realmente el hombre cuanto es a los ojos de Dios, y no más» (LM 6,1). Además, su imaginación era demasiado viva para manifestar sus conceptos sólo en términos abstractos; precisábale representarlos, hacerles hablar al corazón y a los sentidos lo mismo que al espíritu. Por eso, a las veces, recurre a acciones simbólicas, estereotipando lo que quiere enseñar, como en su sermón a las Clarisas (2 Cel 207), o bien a verdaderas reconstrucciones de las escenas evangélicas, de las que son ejemplo la fiesta de Navidad en Greccio (2 Cel 84) (7) y la última cena sobre su lecho de muerte (2 Cel 217). Nunca le faltaban comparaciones o imágenes felices que hacían su predicación encantadora y accesible a todos. Recuérdese a este propósito la descripción del perfecto obediente y del superior prudente (2 Cel 152-153), del sabio verdaderamente pobre y humilde (2 Cel 194), de la muerte del avaro (2CtaF), y sus reflexiones sobre la dignidad sacerdotal (2 Cel 201) y sobre las tentaciones del enemigo (2 Cel 118).
Inteligencia generosa y liberal además. Extremadamente pobre y apasionadamente unido a la pobreza, no permite que nadie desprecie o condene «a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores» (2 R 2). Este sano criterio y buen sentido le preserva del formalismo supersticioso y le enseña a distinguir el espíritu, de la letra, lo principal, de lo accesorio. Antes que violar la pobreza conservando parte de los bienes abandonados por los novicios, prefiere despojar de sus ornamentos el altar de la Virgen: «La Virgen -decía- verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo» (2 Cel 67). En otra ocasión socorre a la desconsolada madre de dos Frailes Menores entregándole el único ejemplar del Nuevo Testamento que había en casa: «Da a nuestra madre -dijo a su Vicario- el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad, ya que en el mismo se nos amonesta que socorramos a los pobres. Creo por cierto que agradará más a Dios el don que la lectura» (2 Cel 91). No menos que su inteligencia, nos revela este rasgo la bondad de su corazón.
Todas estas dotes del espíritu, del corazón y de la sensibilidad, que habían hecho del hijo de Bernardone el rey de la juventud, se perpetúan en él ahora que se ha convertido en heraldo de Cristo y esposo de la austera pobreza. La inmensa muchedumbre que se alista debajo de su bandera y acepta su dirección, cordial a la vez que sabia y segura, es una prueba palmaria de que, consagrado y todo a la vida penitente, siguió siendo un simpático y avasallador caudillo.
¿Poseyó en el mismo grado las cualidades de organizador? Los titubeos e incertidumbres al redactar la Regla, en la que sin preocuparse mucho de las exigencias materiales de la vida, parece lanzarse sin otro rumbo que el marcado por las circunstancias del momento; los fracasos de las primeras misiones enviadas sin la debida preparación a países extranjeros; su aversión a los clásicos moldes de la vida religiosa, y, en fin, su renuncia al generalato, son otros tantos motivos que parecen legitimar la duda.
Sin embargo, preciso es confesar que cuando Francisco dispersaba a sus frailes, enviándolos a las más apartadas regiones sin otra preparación que su fe en la Providencia, su imprevisión era deliberada. El plan sobre el que fundó su Fraternidad, con miras a un ideal bien concreto y restringido, no exigía una organización semejante a la de las antiguas Ordenes religiosas. Para trazar su diseño le bastaba dejarse guiar e instruir por la experiencia: tuvo la prudencia de hacerlo así, y por eso evitó los escollos contra los que tantos reformadores de la época se habían estrellado. Y cuando algunos de sus discípulos, mal informados del espíritu de su maestro, aunque animados de las mejores intenciones, quisieron abrir más amplios horizontes al campo de su actividad, sólo fue posible a cambio de una nueva organización, que San Francisco hubiera podido trazar tan bien como cualquier otro, pero que se opuso a ella por la fidelidad jurada a su primer ideal y al plan de acción que el amoroso Jesús le comunicara (8). Aún más: su elevado idealismo no le hacía perder de vista la realidad. Conocía exactamente a los hombres y sus debilidades, por lo cual no se ilusionaba con el entusiasmo suscitado en las muchedumbres por sus ejemplos y por sus palabras. Bien al contrario, estaba plenamente convencido de que su género de vida no podía convenir a la multitud, sino sólo a un bien reducidísimo número severamente seleccionado. Desde los primeros días de la Fraternidad anunció a sus discípulos que su número se multiplicaría prodigiosamente, pero que se mezclarían entre ellos frutos menos sabrosos y hasta agrios, a pesar y todo de sus hermosas apariencias. Y haciendo alusión a una parábola evangélica, decía: «En verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira» (1 Cel 27).
Su idealismo, pues, no perjudica a su sentido práctico; su santidad no disminuye en nada su personalidad.
En medio de las frivolidades y extravíos de su juventud conservó siempre la grandeza de alma y la delicadeza de sentimientos. Se había entregado con ardor a las riquezas, a la gloria y a los placeres, pero desde que las verdades de la fe señorearon su conciencia, con el mismo ardor se convirtió a Dios, que le prevenía con su gracia. Fue deudor a ésta de su fe viva y sencilla y de su entrañable amor a Dios y a las almas; a su tiempo, de la pasión por las causas nobles y de su noble y franco corazón; y, por último, al medio ambiente, a su tierra de Umbría, de su imaginación viva y poética, sonriente y dulce. Y de todos estos dones naturales, de sus pasiones, combatidas o purificadas, y de sus virtudes adquiridas, labróse su carácter caballeresco y optimista, idealista y práctico.
Alma excepcionalmente armoniosa, la rectitud de su voluntad no sufrió perjuicio aluno de parte de la fineza de los sentidos, de la vivacidad de la imaginación, de los hechizos del espíritu ni de las bondades del corazón. Tenía, es cierto, pasiones; pero ¡con qué energía, lealtad y perseverancia las sojuzgó, y con qué decisión tan firme cambió de objeto a su deseo de grandezas, a su ansia de amar y gozar!... En él las facultades no se perjudican, no luchan las unas con las otras. El espíritu ha triunfado de la carne y firmado una amigable alianza entre la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad, ordenadas todas a un mismo ideal. Francisco se entrega a Dios con todo su ser; los dones que en las almas ordinarias se excluyen, coexisten y se completan en la suya. Idealista y poeta, de imaginación espontánea, enamorado de la soledad y de la contemplación, es al propio tiempo activo y pronto en la acción, lógico y positivo. Constante y clarividente en sus proyectos, ensaya en sí mismo el valor de su ideal. El vuelo de su inteligencia intuitiva escudriña las cuestiones más profundas de la Teología. Hermana la prudencia con la audacia. Es bueno, amable y dulce, condescendiente y generoso, pero enérgico, firme e inflexible hasta la intransigencia cuando ve en peligro su ideal. Tiene delicadeza y gracia, pero también fuerza y grandeza de alma. Es un asceta que practica la más rigurosa mortificación de los sentidos, y a la vez un enamorado que apasionadamente ama la naturaleza, la, vida, la belleza... ¡Mezcla sorprendente de renunciamiento propio y de compasión, de rigurosa austeridad y radiante alegría, de pobreza y santa libertad, de noble distinción y profunda sencillez, de docilidad e independencia, de humildad y osadía, de desconfianza para con su propio juicio e indomable tesón en la defensa de sus ideales!
Todas las aspiraciones de su siglo hacia la paz, la justicia, el retorno al Evangelio, se juntan y unifican en el alma del Pobrecillo, sujeto y obediente a la Iglesia. No pretende trastornar la sociedad, predica sólo la reforma de los corazones; él la realiza primero en sí y en los suyos. Se conduele de las miserias del pobre, lamenta al rico empedernido, esclavo de sus riquezas. Pero contra nadie lanza el anatema ni maldice de la vida. El afán de renovación social y religiosa, revolucionario, pesimista y sombrío de los herejes, se hace todo bondad, alegría y luz en San Francisco. A ejemplo de Cristo, pobre y crucificado, ama y derrama en torno suyo el amor, la paz...
¡Oh, cuán hermoso, atrayente y aureolado de gloria se mostraba!... O quam pulcher, quam splendidus, quam gloriosus apparebat! (1 Cel 83).
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