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--- Semana Santa Viveiro ---

Semana Santa Viveiro

Publicado 06/02/14

800 años de la Peregrinación de Francisco de Asís a Santiago. Francisco de Asis.  Santo

Su conciencia, alerta de continuo contra las tentaciones de vanagloria, sensualidad y relajación -sin caer en el escrúpulo-, no descansa hasta haber paladinamente confesado lo que cree haber sido una falta (1 Cel 52-54; 2 Cel 130), y su delicadeza sube de punto al considerar las responsabilidades que en calidad de jefe de la Orden y regla viviente de los Frailes Menores pesan sobre él. En una conciencia tan recta y sana, la voluntad no podía menos de poseer una extraordinaria firmeza. Y, en efecto, a fuerza de energía y constancia, Francisco había triunfado de los obstáculos tanto internos como externos que se oponían a la realización de su ideal en la vida privada. Cuando se trató de proponerlo como norma de conducta a toda una colectividad, nuevas dificultades, nuevos temores y nuevas ideas surgen alternativamente ante él, patrocinadas por la poderosa autoridad de personajes tan esclarecidos como el Obispo de Asís, el Cardenal de San Pablo, los Sumos Pontífices Inocencio III y Honorio III, el Cardenal Hugolino, más todos los frailes sabios y letrados recientemente admitidos en la Orden. Así y todo, Francisco será intransigente. Hasta el último suspiro no cejará de mantener, de afirmar y proclamar su ideal en su prístina simplicidad ni de defenderlo con la más lúcida energía a la par que con la más respetuosa deferencia y la más admirable fineza de lógica y buen sentido. Y es que su voluntad descansaba de hecho sobre una inteligencia prudente, intuitiva, penetrante, amplia y sólida.

Todas estas cualidades intelectuales se manifiestan bien a las claras en el modo de trazar su plan, en la elección del fin y de los medios de acción asignados a su Orden y en la formación dada a sus discípulos (1 Cel 39-42. 51) (6). Con sabia prudencia aconseja a éstos la moderación de las mortificaciones corporales, único punto -observa su biógrafo- en que faltó a la discreción que él mismo recomendaba (2 Cel 21-22 y 129). Más tarde lo reconocerá, y con infantil ingenuidad pedirá perdón a su cuerpo, excusándose del rigor con que lo tratara por el hecho de estar él obligado a ser dechado y modelo de los demás. Aun cuando él lo traspase, reconocerá siempre el justo medio, y si se excede en sus austeridades y en su humildad hasta el punto de hacerse llevar ante el pueblo con una cuerda al cuello, es tal vez porque sabe que es imposible hacer reflexionar a los hombres y obligarlos a entrar dentro de sí mismos, a no ser mediante el inaudito ejemplo de las virtudes opuestas a los vicios que señorean y dominan al mundo. Esta conducta es, además, efecto de su carácter realista, que se complace en exteriorizar sus pensamientos y los sentimientos más íntimos del corazón; pero principalmente es, como luego lo veremos, el impulso de su amor a Jesús.

San Francisco posee esa intuición de la inteligencia que va a la verdad derecha y espontáneamente, sin necesidad de recurrir a las sutilezas del raciocinio, y esa sublime sabiduría, superior a la ciencia, que dispone y prepara el espíritu a la contemplación de las causas últimas, permitiéndole al propio tiempo abrazar la multiplicidad de las cosas dentro de una sencilla y clara mirada, y, bañado entonces de la luz eterna, en el arrobo que le hace insensible al mundo exterior, se engolfa en los más elevados misterios, penetra y escudriña las profundidades ante las cuales guarda silencio la ciencia de los doctores: Su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar (2 Cel 102; LM 14,1). De ahí que este hombre sencillo tocara los ápices del genio de un San Agustín. «Hermanos míos -decía un dominico doctor en Teología-, la teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra» (2 Cel 103).

La penetración de su inteligencia y la seguridad de su juicio brillan en sus enseñanzas sobre la alegría, cuya naturaleza y soberana importancia en la vida espiritual nadie mejor que él reconoció, ni más profundamente sondeó, ni expresó más graciosamente (2 Cel 125-128). Revélanse además en su aversión a los privilegios (cf. Testamento), en sus lecciones sobre la obediencia y el mando (2 Cel 151-153), sobre la castidad (2 Cel 113), sobre la simplicidad y la ciencia (2 Cel 189-192), sobre la pobreza y sus prerrogativas (2 Cel 55.72), sobre la manera de leer y estudiar (2 Cel 102), sobre el valor del ejemplo (2 Cel 155-157), etc.

Para expresar sus pensamientos e ideas halla siempre fórmulas claras y precisas, como ésta que el autor de la Imitación de Cristo (III, 50) se ha complacido en reproducir: «Tanto vale realmente el hombre cuanto es a los ojos de Dios, y no más» (LM 6,1). Además, su imaginación era demasiado viva para manifestar sus conceptos sólo en términos abstractos; precisábale representarlos, hacerles hablar al corazón y a los sentidos lo mismo que al espíritu. Por eso, a las veces, recurre a acciones simbólicas, estereotipando lo que quiere enseñar, como en su sermón a las Clarisas (2 Cel 207), o bien a verdaderas reconstrucciones de las escenas evangélicas, de las que son ejemplo la fiesta de Navidad en Greccio (2 Cel 84) (7) y la última cena sobre su lecho de muerte (2 Cel 217). Nunca le faltaban comparaciones o imágenes felices que hacían su predicación encantadora y accesible a todos. Recuérdese a este propósito la descripción del perfecto obediente y del superior prudente (2 Cel 152-153), del sabio verdaderamente pobre y humilde (2 Cel 194), de la muerte del avaro (2CtaF), y sus reflexiones sobre la dignidad sacerdotal (2 Cel 201) y sobre las tentaciones del enemigo (2 Cel 118).

Inteligencia generosa y liberal además. Extremadamente pobre y apasionadamente unido a la pobreza, no permite que nadie desprecie o condene «a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores» (2 R 2). Este sano criterio y buen sentido le preserva del formalismo supersticioso y le enseña a distinguir el espíritu, de la letra, lo principal, de lo accesorio. Antes que violar la pobreza conservando parte de los bienes abandonados por los novicios, prefiere despojar de sus ornamentos el altar de la Virgen: «La Virgen -decía- verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo» (2 Cel 67). En otra ocasión socorre a la desconsolada madre de dos Frailes Menores entregándole el único ejemplar del Nuevo Testamento que había en casa: «Da a nuestra madre -dijo a su Vicario- el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad, ya que en el mismo se nos amonesta que socorramos a los pobres. Creo por cierto que agradará más a Dios el don que la lectura» (2 Cel 91). No menos que su inteligencia, nos revela este rasgo la bondad de su corazón.

Todas estas dotes del espíritu, del corazón y de la sensibilidad, que habían hecho del hijo de Bernardone el rey de la juventud, se perpetúan en él ahora que se ha convertido en heraldo de Cristo y esposo de la austera pobreza. La inmensa muchedumbre que se alista debajo de su bandera y acepta su dirección, cordial a la vez que sabia y segura, es una prueba palmaria de que, consagrado y todo a la vida penitente, siguió siendo un simpático y avasallador caudillo.

¿Poseyó en el mismo grado las cualidades de organizador? Los titubeos e incertidumbres al redactar la Regla, en la que sin preocuparse mucho de las exigencias materiales de la vida, parece lanzarse sin otro rumbo que el marcado por las circunstancias del momento; los fracasos de las primeras misiones enviadas sin la debida preparación a países extranjeros; su aversión a los clásicos moldes de la vida religiosa, y, en fin, su renuncia al generalato, son otros tantos motivos que parecen legitimar la duda.

Sin embargo, preciso es confesar que cuando Francisco dispersaba a sus frailes, enviándolos a las más apartadas regiones sin otra preparación que su fe en la Providencia, su imprevisión era deliberada. El plan sobre el que fundó su Fraternidad, con miras a un ideal bien concreto y restringido, no exigía una organización semejante a la de las antiguas Ordenes religiosas. Para trazar su diseño le bastaba dejarse guiar e instruir por la experiencia: tuvo la prudencia de hacerlo así, y por eso evitó los escollos contra los que tantos reformadores de la época se habían estrellado. Y cuando algunos de sus discípulos, mal informados del espíritu de su maestro, aunque animados de las mejores intenciones, quisieron abrir más amplios horizontes al campo de su actividad, sólo fue posible a cambio de una nueva organización, que San Francisco hubiera podido trazar tan bien como cualquier otro, pero que se opuso a ella por la fidelidad jurada a su primer ideal y al plan de acción que el amoroso Jesús le comunicara (8). Aún más: su elevado idealismo no le hacía perder de vista la realidad. Conocía exactamente a los hombres y sus debilidades, por lo cual no se ilusionaba con el entusiasmo suscitado en las muchedumbres por sus ejemplos y por sus palabras. Bien al contrario, estaba plenamente convencido de que su género de vida no podía convenir a la multitud, sino sólo a un bien reducidísimo número severamente seleccionado. Desde los primeros días de la Fraternidad anunció a sus discípulos que su número se multiplicaría prodigiosamente, pero que se mezclarían entre ellos frutos menos sabrosos y hasta agrios, a pesar y todo de sus hermosas apariencias. Y haciendo alusión a una parábola evangélica, decía: «En verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira» (1 Cel 27).

Su idealismo, pues, no perjudica a su sentido práctico; su santidad no disminuye en nada su personalidad.

En medio de las frivolidades y extravíos de su juventud conservó siempre la grandeza de alma y la delicadeza de sentimientos. Se había entregado con ardor a las riquezas, a la gloria y a los placeres, pero desde que las verdades de la fe señorearon su conciencia, con el mismo ardor se convirtió a Dios, que le prevenía con su gracia. Fue deudor a ésta de su fe viva y sencilla y de su entrañable amor a Dios y a las almas; a su tiempo, de la pasión por las causas nobles y de su noble y franco corazón; y, por último, al medio ambiente, a su tierra de Umbría, de su imaginación viva y poética, sonriente y dulce. Y de todos estos dones naturales, de sus pasiones, combatidas o purificadas, y de sus virtudes adquiridas, labróse su carácter caballeresco y optimista, idealista y práctico.

Alma excepcionalmente armoniosa, la rectitud de su voluntad no sufrió perjuicio aluno de parte de la fineza de los sentidos, de la vivacidad de la imaginación, de los hechizos del espíritu ni de las bondades del corazón. Tenía, es cierto, pasiones; pero ¡con qué energía, lealtad y perseverancia las sojuzgó, y con qué decisión tan firme cambió de objeto a su deseo de grandezas, a su ansia de amar y gozar!... En él las facultades no se perjudican, no luchan las unas con las otras. El espíritu ha triunfado de la carne y firmado una amigable alianza entre la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad, ordenadas todas a un mismo ideal. Francisco se entrega a Dios con todo su ser; los dones que en las almas ordinarias se excluyen, coexisten y se completan en la suya. Idealista y poeta, de imaginación espontánea, enamorado de la soledad y de la contemplación, es al propio tiempo activo y pronto en la acción, lógico y positivo. Constante y clarividente en sus proyectos, ensaya en sí mismo el valor de su ideal. El vuelo de su inteligencia intuitiva escudriña las cuestiones más profundas de la Teología. Hermana la prudencia con la audacia. Es bueno, amable y dulce, condescendiente y generoso, pero enérgico, firme e inflexible hasta la intransigencia cuando ve en peligro su ideal. Tiene delicadeza y gracia, pero también fuerza y grandeza de alma. Es un asceta que practica la más rigurosa mortificación de los sentidos, y a la vez un enamorado que apasionadamente ama la naturaleza, la, vida, la belleza... ¡Mezcla sorprendente de renunciamiento propio y de compasión, de rigurosa austeridad y radiante alegría, de pobreza y santa libertad, de noble distinción y profunda sencillez, de docilidad e independencia, de humildad y osadía, de desconfianza para con su propio juicio e indomable tesón en la defensa de sus ideales!

Todas las aspiraciones de su siglo hacia la paz, la justicia, el retorno al Evangelio, se juntan y unifican en el alma del Pobrecillo, sujeto y obediente a la Iglesia. No pretende trastornar la sociedad, predica sólo la reforma de los corazones; él la realiza primero en sí y en los suyos. Se conduele de las miserias del pobre, lamenta al rico empedernido, esclavo de sus riquezas. Pero contra nadie lanza el anatema ni maldice de la vida. El afán de renovación social y religiosa, revolucionario, pesimista y sombrío de los herejes, se hace todo bondad, alegría y luz en San Francisco. A ejemplo de Cristo, pobre y crucificado, ama y derrama en torno suyo el amor, la paz...

¡Oh, cuán hermoso, atrayente y aureolado de gloria se mostraba!... O quam pulcher, quam splendidus, quam gloriosus apparebat! (1 Cel 83).

 

 

Publicado 08/03/12 y 06/02/14

SEMANAS SANTAS DE ESPAÑA(V) SALAMANCA

Inicio de las cofradías

Hay que remontarse al año 1240 para encontrar lo que, en cierto modo, puede ser la fuente de la Semana Santa salmantina en cuanto a cofradías penitenciales y sus procesiones.

En ese año se erigió en nuestra ciudad una congregación de disciplina, los "Hermanos de la Penitencia en Cristo", que fundaron una ermita con advocación de la Santa Cruz en el Campo de San Francisco y también un hospital para enfermos. Es de las Congregaciones más antiguas de España.

Más tarde, ya en el siglo XVI, se constituye la Cofradía de la Santa Cruz. En 1525 esta cofradía se unió la de la Purísima Concepción.

Después del siglo XVI es cuando se van organizando más cofradías: la de Jesús Rescatado, en 1689 aunque esta tiene antecedentes en la Cofradía de la Santísima Trinidad en 1198; la de Jesús Nazareno, en 1696, que tendrá enfrentamientos con la de la Cruz pero que después terminará todo en concordia.

Aquellas cofradías tenían una tónica dominante, su proyección social y de caridad: hospitales, imprentas, enfermos, ajusticiados. Con este último fin fue creada por el gremio de los zapateros, la Hermandad de Nª Sª de la Soledad, que posteriormente se fusionaría con la Cofradía de San Crispín y San Crispiniano.

Origen de la Junta Permanente

A principios del siglo XX, más concretamente en 1.927, se funda la Seráfica Hermandad del Cristo de la Agonía, creada por el gremio de Comercio de esta ciudad. Tendrían que pasar varias décadas para que, posteriormente a nuestra contienda civil, se creara el grueso de las cofradías que componen nuestra Semana Santa: Hermandad Dominicana, Hermandad del Cristo del Perdón, Hermandad de Jesús Amigo de los Niños, Hermandad de Nuestro Padre Jesús Flagelado, Hermandad de los Excombatientes, Hermandad de los Médicos y Hermandad de Jesús de la Promesa.


Logotipo primitivoDurante los años cincuenta y sesenta, la Semana Santa salmantina conoció sus mejores momentos. Posteriormente se tuvo la desgracia de que tres de sus hermandades desaparecieran (Cofradía de los Excombatientes, Cofradía de los Médicos y Hermandad de Jesús de la Promesa)

A principios de los setenta, más concretamente en 1971, se funda una nueva Hermandad: Hermandad del Cristo del Amor y de la Paz. Hasta la década de los ochenta se vive una situación caótica para nuestra Semana Santa, estando a punto de desaparecer alguna cofradía más de las ya existentes. La llegada de la década de los ochenta trajo consigo el afianzamiento de nuestra Semana Santa y la creación de las tres últimas cofradías salmantinas: Hermandad del Silencio, Real Cofradía de Cristo Yacente y Hermandad del Vía Crucis.

Actualmente, la Semana Santa de Salamanca está en una situación de realce constante y afianzándose en el mantenimiento de su tradición. Todas estas Hermandades forman la actual Junta de Cofradías, Hermandades y Congregaciones de la Semana Santa de Salamanca, que es sucesora de la Junta Permanente creada a principios de 1942.

Remodelación

En 1995, con la redacción de unos nuevos Estatutos, la Junta Permanente, pasó a denominarse como anteriormente se ha citado y a tener su primer presidente seglar. Anteriormente, la presidencia la ostentaba el Sr. Obispo de la Diócesis. La función que desempeña la actual Junta de Cofradías es la coordinar la Semana de Pasión, así como los actos culturales que, en colaboración con otras instituciones públicas y privadas, conforman los festivales de Música Antigua y Religiosa y El Pórtico de la Semana Santa, que se desarrollan previamente a la Semana de Pasión. Otras labores destacables que realiza la Junta son: la financiación de las restauraciónes, conjuntamente con las cofradías, de las imágenes procesionales, labores administrativas, divulgación de nuestra Semana Santa, asistencia a Encuentros y Congresos Nacionales y todo lo que contribuya al engrandecimiento de nuestra Semana Santa y de sus cofradías.

En el año 2002 y coincidiendo con la designación de Salamanca como Ciudad Europea de la Cultura, la Junta de Semana Santa organió el IV Congreso Nacional de Cofradías de Semana santa.

Ya recientemente, y en marzo de 2008, una nueva cofradía nace a la luz tras la elevación canónica de la Hermandad de Penitencia de Nuestro Padre Jesús Despojado, solicitando la integración en la Junta de Cofradías en septiembre de ese mismo año, por lo que actualmente son 16 las cofradías que conforman esta asociación.

Visita: http://www.semanasantasalamanca.es/

 

 

Publicado 05/02/14

Carteles Semanas Santas de España.2014. Medina del Campo

 

Publicado 05/02/14

800 años de la Peregrinación de Francisco de Asís a Santiago. Francisco de Asis su vocación.

Por espacio de dos años, el joven convertido de Asís vivirá la vida penitente de los ermitaños, pero alternando los ocios de la contemplación con los trabajos de la vida activa; se ocupará primero de la restauración de las iglesias derruidas y volará después a la soledad, en donde el rico metal de su alma se afinará y purificará como en crisol celeste.

Asistía cierta mañana al santo sacrificio de la Misa y oyó que el sacerdote leía estas palabras del Santo Evangelio: «No llevéis oro ni plata, ni dinero alguno en vuestros bolsillos, ni alforja para el viaje, ni dos túnicas, ni calzado ni bastón. Id y predicad el reino de Dios y la penitencia». Francisco descubre en estas palabras la fórmula del despojo total que su alma magnánima ansía. Teme, sin embargo, no haber debidamente comprendido el alcance del texto evangélico, y con su habitual prudencia y con un sentido católico ya muy seguro, suplica al celebrante después de la Misa que se lo explique. ¡Momento verdaderamente solemne en la historia de la Iglesia! El porvenir de Francisco, juntamente con la vocación de una gran Orden religiosa, dependen de la respuesta que va a dar un simple sacerdote de aldea!... La respuesta fue tan a la medida de los deseos de Francisco, que no bien la hubo oído exclamó lleno de júbilo: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22). De esta exclamación espontánea, que nos ha sido conservada por Celano, se colige claramente que, a partir del momento en que fue favorecido por la visión del Crucifijo, un nuevo ideal germinaba lentamente en su alma, ideal que ni la vida de los benedictinos, ni la de los ermitaños, ni la de los religiosos consagrados al cuidado de los leprosos -de los que tantos ejemplares podía contemplar en su derredor- satisfacían plenamente. En ninguna de dichas profesiones hallaba Francisco el tipo de la imitación integral de Cristo, a que su corazón aspiraba. El texto evangélico que acaba de oír es un nuevo rayo de luz; en él descubre la fórmula decisiva de su ideal, que se resume y se realiza en la pobreza más extrema por amor y a ejemplo de Jesús.

Con su natural espontaneidad se despoja de sus hábitos de ermitaño, se quita el calzado, arroja su bastón y se viste con una túnica grosera; cíñese el cuerpo con una cuerda y comienza a predicar el Evangelio.

Esta prontitud en ejecutar sin demora sus pensamientos, ¿no constituye acaso un defecto de carácter? San Francisco, ¿no es por ventura todo entusiasmo y emotividad, un idealista sin contacto con la realidad, un impulsivo, en fin, cuyos actos proceden más del sentimiento que de la reflexión? Cierto que tuvo ensueños e ilusiones, pero nunca perteneció a ese tipo de soñadores alucinados, víctimas de su imaginación, que se lanzan en pos de una idea que de pronto les seduce para abandonarla luego por otra más atrayente que la primera. Sino que Francisco obra siempre con una perfecta continuidad de pensamiento, sigue siempre la misma línea y procede con exquisita prudencia; examina sus impresiones y jamás toma una decisión sin haber antes recibido luces ciertas o haber seriamente reflexionado, orado, consultado y experimentado.

Durante el rudo trabajo de su transformación espiritual, conserva con su natural vivacidad las preciosas cualidades de que ha dado prueba en la casa de Pedro Bernardone, y con su embelesador frescor los dones de naturaleza. Conservó, como hemos visto, su gentil cortesía para con sus antiguos camaradas; en la solitaria gruta en que, mal defendido, se oculta contra el furor de su padre, conserva su alegría (1 Cel 10) y su habitual buen humor en medio de los insultos (1 Cel 11 y 16; 2 Cel 12). Ni la fatiga de los rudos trabajos a que se somete, ni el hambre, ni las intemperies, ni las burlas de sus conciudadanos, ni la reclusión con que su padre le castiga, son parte para doblegar su robusto optimismo. En medio de todas estas pruebas -la más terrible de las cuales fueron, a no dudarlo, las lágrimas, ternuras y caricias de su madre (1 Cel 13)- jamás abandonó el señorío de sí mismo. Si cede un instante, se repone en seguida (1 Cel 10; 2 Cel 13); cuanto más ruda es la pelea, mayor es su intrepidez (2 Cel 11-12). Testigo es de su elevación de miras, del vigor y energía de su alma, la renuncia tan espontánea, tan generosa, tan entusiasta, a los bienes de su padre (2 Cel 12). ¡Y qué tierna delicadeza de corazón la de este joven convertido, que pide la bendición de un pobre para consolarse de las maldiciones de su padre! (2 Cel 12).

Los temperamentos preferentemente nerviosos, al choque de emociones semejantes a las que sufrió Francisco, se desequilibran; las almas débiles se desasosiegan y pierden la serenidad. Son incapaces de coordinar las nuevas ideas que en ellos surgen; viven en la confusión, siempre prontos a fingir y disimular, divididos entre temores, quejas y lamentos, esperanzas y veleidades. No pueden imponerse a sí mismos, vencer y desechar las costumbres contraídas que no estén en armonía con el ideal y los sentimientos nuevos.

Nada semejante se observa en el alma de Francisco. La violencia del choque no produce ningún desorden, ninguna anarquía interior. Hay lucha, pero no desequilibrio. Su conciencia no abdica ni el derecho ni el deber de inspección y crítica. Él es la misma sinceridad; la menor hipocresía o fingimiento le causa horror.

Cuando, movido a piedad el sacerdote de San Damián por la paciencia y energía que Francisco desplegaba en la restauración de su iglesia, le trataba con benignidad y consideración, preparándole cada día bien condimentados platos, Francisco, reflexionando sobre sí mismo, se dijo: «Mira que no encontrarás donde quieras sacerdote como éste, que te dé siempre de comer así. No va bien este vivir con quien profesa pobreza; no te conviene acostumbrarte a esto; poco a poco volverás a lo que has despreciado, te abandonarás de nuevo a la molicie. ¡Ea!, levántate, perezoso, y mendiga condumio de puerta en puerta» (2 Cel 14). Nada hay en la vida de nuestro Santo que más claramente y con una concisión más sorprendente que esta escena nos revele la vivacidad de su imaginación, la lógica y la seguridad de su juicio, la clarividencia y rectitud de su conciencia y la magnánima simplicidad de su alma, juntamente con la energía, el tesón y la constancia de su voluntad.

Por lo que a la inteligencia se refiere, nada puede atestiguarnos mejor su fuerza y su vitalidad que la poderosa síntesis mental operada en el curso de las diferentes etapas que le conducen de la conversión a la vocación. El nuevo ideal, que arraiga más y más en su alma a medida que el amor de Jesús toma posesión de ella, destierra todas las ideas preexistentes que no le convienen y adopta aquellas otras que -ayudándose mutuamente- puedan contribuir entre sí a formar un conjunto coherente y armónico.

Hábil y prudente mercader, abandona la idea de lucro y renuncia al comercio; amante de los placeres y del bienestar, sacrifica las alegrías mundanales, huye las fiestas, el lujo y la ostentación. Pero amará siempre y venerará con profundo respeto la vida y la naturaleza. A partir del día de su conversión, el mundo no se presenta ya a sus ojos desagradable y falto de belleza, ni cae tampoco en el pesimismo; continúa siendo poeta y se hace el cantor de las criaturas, cuya belleza es algo así como un destello del Creador; más tarde considerará a sus discípulos como "juglares de Dios". Cuando los bandoleros le arrastran con saña sobre la nieve, se levanta jubiloso, cantando las alabanzas del Señor y diciendo a voz en grito: «Soy el heraldo del gran Rey» (1 Cel 16). Su carácter era caballeroso, y Francisco sigue siendo caballero. Es más, desde ahora concibe el servicio de Cristo a la manera de un ejercicio de caballería (5), que él sabrá cumplir con la fidelidad, lealtad, denuedo y valentía de un paladín. Sus frailes serán los caballeros de la "Tabla Redonda" y él no cesará ni un instante de defender la causa de su dama la Pobreza ni de pasear por doquier los colores de su bandera.

Poeta por las finezas de su sensibilidad y las riquezas de su imaginación, Francisco era caballero por su grandeza de alma y ermitaño por su ardiente amor a la soledad; al convertirse en apóstol y fiel imitador de Jesús crucificado, continúa siendo amante de la soledad y contemplación, caballero y poeta.

 

Publicado 07/03/12 y 05/02/14

SEMANAS SANTAS DE ESPAÑA(IV). VALLADOLID

Visita: http://www.jcssva.org/

 

 
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