Pregon 1952 |
Escrito por Administrator |
Jueves, 19 de Marzo de 2009 17:27 |
La tierra que espera Una valoración de estados anímicos como vehículo de integración cósmica, nos llevaría a la consecuencia de que nada como la tristeza para centrarnos en nosotros mismos. Vale decir: en el infinito. Un hombre que toca su soledad, que oye su propio latido, constituye siempre un centro telúrico. En este plano, el hombre quiebra ya su reducido círculo espiritual, traspasa su mando cotidiano, se erige en núcleo de todo lo existencial. El alma, toda el alma, rota en cien ojos insomnes, verifica su hipóstasis celeste. Todo está ya en nosotros. No hay horas ni lejanía. No hay ayer. No hay mañana. Todo el tiempo es presente. Hemos borrado la distancia. Es entonces cuando lo pequeño adquiere su máximo valor afectivo. Todo lo que nos rodeó, lo que constituyó nuestra vida de atrás, el suceso diario, las cosas nimias y triviales—el paseo mecánico y sin objeto, la puesta de sol, aquel suave rincón de campo verde, el hogar, los amigos—, tornan dolorosamente a la conciencia. Quisiéramos retrotraernos, volver al pasado, sumirnos en él. Pero, ¿cómo? La vida es un río que camina inexorablemente hacia adelante, siempre adelante. Los sucesos se precipitan sobre nosotros, nos atropellan, nos empujan. No hay lugar para la vuelta. Esta lucha interior, angustiada, del ser y su recuerdo, este eterno debatirse del hombre y su ancla, este anhelo irrenunciable a los viejos caminos, producen esa infelicidad, esa íntima. y suave tristeza que Galicia, tierra de pinos músicos y cielos claros de lapislázuli, ha bautizado con un nombre fino y entrañable: la SAUDADE. Una dulce enfermedad verde-limón que sólo padecen los pueblos poetas.
Así pasa el REDENTOR por las calles de Vivero. Calles pinas y amargas que tienen ahora el retraimiento de todos los lutos y el velar silencioso de todas las contriciones. Así. (...Como si hasta lo inanimado pensara sin fatiga, y el mundo se arrodillara. Como si todo rezase. Como si el Cielo lloviera misericordia y el dolor fuera sed.) Semana Santa de Vivero. Horas de meditación y de recuerdos. El hogar recoleto. Las Procesiones. Los rezos. Sentimos como si el barro perdiera su gravidez, y el alma—sólo el alma—, flotase. Como si fuéramos niños. Unos niños inmensamente puros. Inmensamente claros. Y pensamos en todo lo doloroso: en la vida, en la muerte. En este dulce Jesús ensangrentado que se inmola. Nos parece como si un agua lustral, venida de muy alto, nos lavara totalmente. Como si nos nacieran alas de pronto. Y quisiéramos tener a nuestro lado, aquí, bajo esta paz, todo lo que nos es querido, todo lo lejano y entrañable, lo que llamamos pasado, las pequeñas cosas, las primeras sonrisas, el hermano ausente, todos los hermanos ausentes de Vivero, que allá, en América, luchan y sueñan con nosotros, y que ahora, en estos momentos, oirán penosamente en su corazón los pasos silenciosos del RABBI por las calles natales. Pero no. ¿Para qué? Ellos están a nuestro lado. Los vemos con claridad. Esta diafanidad interior nos acerca. ¡Es todo tan nítido! Los vemos con los ojos del alma como el día que marcharon, peregrinos de un ancho camino de esperanza y de fe. Ved como ocurrió: Fue ayer—¿cuándo?—. Un alba cualquiera. Ayer. Venía la mañana en el clarín de los gallos y en la última estrella. Era aún joven, muy joven. ¡Y se iba, Señor! Miró por última vez el quieto rincón aldeano. No era huraño ni sórdido. Al contrario. Todo era suave y acogedor, cándido y bueno. Olía a frutos maduros, a pan, a trabajo. No lo expulsaba la geografía, la tierra árida y fosca que el hombre maldice. Pero se iba. Atrás quedaba todo: los
¡Y nos dejaba! Era el espíritu. La Raza. Tenía la fiebre de todas las latitudes, el pálido maleficio de todas las rutas. Le tentaba lo desconocido, el más allá fuliginoso y espléndido, las riquezas, la lucha. Este algo terriblemente enorme que impulsó a sus abuelos, los iluminados de todas las singladuras. Era el ancestro que cantaba en él su música premiosa y alucinante. Donde aleteara el misterio, donde hubiera un pedazo de gloria que conquistar, donde se alzara lo Imposible. ALLÍ. Este es el hombre de Vivero. El gallego. Hombre ímpetu. Hombre hélice. Voluntad. Movimiento. Peregrinaje. Y, como ella, nostalgia. Dolor de la cala remota, de la vieja ensenada azuleante. Por eso no nos dice «adiós», sino hasta luego. Y hasta luego es volver. ¿Volver? Sí. Cuando sea. Tal vez mañana. Cuando menos se piense. Es su destino: salir, luchar, triunfar. Después, otra tarde cualquiera, como en los versos de Machado, volver. «Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano.» Volverá a morir aquí, cabe la iglesuca natal, bajo el fino ciprés de llama lenta. Tornará a los caminos amados, a la paz melancólica de los vagos crepúsculos malva, a su dulce Landro, a revivir entre los suyos la infancia no gozada, otra infancia madura, plena ya de horizontes hollados y metas vencidas. ¿Y sabeis su ilusión? Esta: contemplar cariñosamente, casi arrobadamente, las bellas Imágenes que regaló a los templos comarcales, las escuelas que ayudó a levantar, las obras pías que hizo. Porque su mayor gloria es eso: ganar su dinero con sudor, duramente, casi amargamente, y verterlo después sobre su tierra con un gesto prócer de hidalgo de cuna Sí. Volverá Entonces, el cielo, todo este cielo vivariense de un leve azul claro de ensueño, tendrá, como en los cuadros cándidos de della Robbia, túnicas verdeamarillas y arcángeles con guirnaldas |
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